La responsabilidad franquista en el Holocausto
Este
domingo se celebra en todo el planeta el Día Internacional de Conmemoración en
Memoria de las Víctimas del Holocausto.
La
fecha no fue elegida al azar. Fue un 27 de enero de 1945 cuando las tropas
soviéticas liberaron la mayor factoría de la muerte de la Historia: el campo de
concentración de Auschwitz.
En
las próximas horas se realizarán, también en nuestro país, decenas de actos
para recordar a quienes sufrieron en sus carnes las garras del nazismo.
Políticos y simples ciudadanos pensaremos en los millones de judíos
exterminados y volveremos a maldecir a Hitler, a sus lugartenientes y a todos y
cada uno de los europeos que hicieron suya la ideología nacionalsocialista.
Es
bueno y necesario que sea así. La comunidad hebrea fue la principal víctima y
los dirigentes de la Alemania nazi los mayores verdugos. “Principal víctima”, pero no la única; “mayores verdugos”, pero con numerosos cómplices.
Por
ello, sin restar protagonismo al genocidio judío, no deberíamos olvidar al
resto de colectivos que estuvieron en el punto de mira del Reich: gitanos,
soviéticos, polacos, homosexuales, testigos de Jehová…
Una
lista casi interminable en la que nosotros, especialmente, debemos incluir a
más de 9.300 españoles y españolas que pasaron por los campos de la muerte de
Hitler.
Todos
ellos provenían del entorno de la democracia republicana, liquidada por una
sublevación militar respaldada por la Italia fascista y la Alemania nazi.
Afortunadamente,
cada año son más los municipios españoles que aprovechan el 27 de enero para
homenajear no solo a los judíos, sino también a sus vecinos… A esos
paisanos que sufrieron y/o murieron en campos de concentración como Mauthausen,
Buchenwald, Dachau o Ravensbrück.
Queda
mucho por hacer, sobre todo a nivel estatal, pero hemos dado importantes pasos
en el reconocimiento de estos compatriotas.
Otra
cosa bien diferente es lo que ocurre cuando hablamos de los verdugos de aquel
Holocausto. En esto no somos la excepción. Al resto de naciones europeas les ha
costado y les cuesta reconocer su responsabilidad en aquellos crímenes.
Francia
no asumió públicamente hasta 1995 la culpabilidad de sus compatriotas
colaboracionistas en la deportación de judíos a los campos de exterminio.
Holanda, Bélgica o Ucrania siguen hoy minimizando la demostrada complicidad de
buena parte de sus sociedades con los ocupantes alemanes.
En
Estados Unidos no quieren que se les recuerde el antisemitismo exhibido por no
pocos políticos, empresarios y ciudadanos norteamericanos. Aún menos quieren
oír hablar en Washington o en Nueva York de la ayuda prestada a Hitler para
invadir Europa por algunas de sus multinacionales: la Standard Oil suministró
el combustible que el líder nazi necesitaba para sus vehículos, made in USA,
fabricados y vendidos por la Ford y por la General Motors.
El
remate, y nunca mejor dicho, lo firmó IBM poniendo sus equipos preinformáticos
al servicio del Reich para elaborar los censos de judíos que facilitarían su
exterminio.
Y
en España… En España fue aún peor.
Uno
de los muchos capítulos que el franquismo borró de los libros de Historia fue
su odio hacia los judíos y su complicidad no solo con el nazismo, sino también
con el Holocausto.
No
mencionaré hoy las pruebas documentales que demuestran la responsabilidad
directa de Franco en la deportacion de aquellos 9.300 españoles a los campos de
concentracion, de los que 5.500 fueron asesinados.
Esas
evidencias han calado ya, afortunadamente, en buena parte de nuestra sociedad.
En estas vísperas del 27 de enero, lo que también toca es recordar cuál fue la
actitud del franquismo hacia los judíos.
La
España de Franco se construyó, entre otras cosas, reivindicando la herencia
antisemita de los Reyes Católicos. “Crearemos
campos de concentración para vagos y maleantes; para masones y judíos (…)
En
territorio nacional no puede quedar ni un judío, ni un masón, ni un rojo”.
Titulares
como este, de un diario falangista de Cádiz en 1937, pudieron leerse durante
toda la guerra contra la República.
Tras
triunfar la sublevación militar se cerraron las sinagogas y se prohibió a los
judíos profesar su religión. Aunque la comunidad israelita era muy pequeña, en
ciudades como Ceuta y Melilla donde sí tenía cierta visibilidad se produjeron
ataques contra sus miembros.
Las
humillaciones más frecuentes fueron protagonizadas por falangistas que
cortaban, en plena calle, los llamativos rizos que lucían en sus cabelleras los
hombres y les obligaban a pasear por la vía pública mientras vaciaban sus
intestinos debido a una forzada ingesta de aceite de ricino.
El
nuevo régimen surgido tras la guerra no ocultaba su odio al judío y su respaldo
a la “limpieza” emprendida por
Hitler.
Así
lo verbalizó en numerosas ocasiones el propio Franco.
Un
buen ejemplo es su discurso de fin de año, pronunciado ocho meses después de la
rendición republicana: “Ahora
comprenderéis los motivos que han llevado a distintas naciones a combatir y a
alejar de sus actividades a aquellas razas en que la codicia y el interés son
el estigma que les caracteriza, ya que su predominio en la sociedad es causa de
perturbación y de peligro para el logro de su destino histórico. Nosotros,
que por la gracia de Dios y la clara visión de los Reyes Católicos, hace
siglos nos liberamos de tan pesada carga, no podemos permanecer indiferentes
ante esta nueva floración de espíritus codiciosos y egoístas”.
Durante
los primeros años de la Segunda Guerra Mundial, el régimen y su prensa no solo
justificaron, sino que jalearon la persecución del pueblo hebreo.
Manuel
Aznar, abuelo del expresidente del Gobierno, escribió en ABC poco antes del
inicio de las deportaciones en Francia: “Legiones
de judíos y de masones cayeron sobre el pueblo francés como sobre un botín
inmenso y allí hicieron cebo y carne para sus apetitos”. Lógicamente,
cuando se “limpió” París de esas “legiones” de malvados judíos, la reacción de
la prensa del Movimiento, teledirigida desde la cúpula franquista, fue de
euforia: “Si es la raza perseguida, es
por la maldición divina que lleva encima (…) Esos judíos que en Francia,
Grecia, Turquía, Italia y costas africanas preparan sus maletas, son un
indicio de aquel viejo tesón español de no admitir jamás lo antiespañol y
de reconocer solo lo español y cristiano”; “Era de esperar la resistencia de muchos judíos a mostrar la estrella
de Sión y el descaro de otros que la exhibían con más insolencia que
circunspección. Y la aspiración de otros de frecuentar medios y lugares en
que repugnaba la presencia de una casta internacional que es la responsable de
los males que afligen a Europa.
Ha
desenlazado todo esto en un programa gubernativo que se propone resolver con
criterio riguroso, implacable, el problema de convivencia entre la población y
el elemento hebreo (…) Hoy no me he topado en la calle ni en el Metro con
ninguna estrella amarilla. Es un indicio, acaso una prueba, de que la
eliminación responde a un designio definitivo e inapelable.
El
régimen conoció y aplaudió cada paso hacia el Holocausto final dado por las
huestes de Hitler, tal y como se reflejaba en los discursos y en las
informaciones dictadas por el servicio de propaganda franquista y publicadas en
los diarios: “Esta Segunda Guerra
Mundial, según la profecía del Führer, acabará con la raza judía”; “El gobernador de Varsovia ha publicado un
decreto prohibiendo que los habitantes de los barrios judíos se mezclen con el
resto de los habitantes de Varsovia. Este decreto ha sido muy bien acogido…”;
“El barrio judío de París. Saint Antoine ha sido fumigado, desinfectado
mediante la eliminación del censo israelita, el cual acaba de ser conducido a
campos de concentración”.
Eran
los tiempos en que cerca de 50.000 españoles combatían en la División Azul bajo
las órdenes del Führer. Los españolitos de a pie leían emocionados las crónicas
de Andrés Gaytan, que viajaba con los divisionarios y escribía cosas como esta:
“Cuando en alguno de los pueblos donde
hemos descansado había judíos, se notaba la diferencia que existe entre esta
raza y las demás”; “los judíos, que en su carne pagan todos los pecados de su
estirpe maldecida, tienen una mirada tierna de perro apaleado cuando el soldado
español no le maltrata sin motivos”.
Mucho
más graves que las palabras fueron los hechos.
Franco
cerró las fronteras e impidió la llegada de los judíos que intentaban escapar
desde la Francia ocupada por los nazis. Salvo excepciones, el paso solo se
permitió a aquellos que poseían un visado de entrada a Portugal.
De
hecho, el Gobierno franquista cesó y castigó a sus diplomáticos que,
desobedeciendo sus órdenes, se dedicaban a salvar vidas. Así le pasó al cónsul
español en Burdeos, Eduardo Propper de Callejón.
Rescatar
de la muerte a miles de judíos a los que entregó un visado español provocó su
relevo, su envío al ingrato consultado de Larache en el norte de África y le
imposibilitó de por vida ascender al cargo de embajador.
En
Francia, mientras tanto, los diplomáticos españoles solo recibieron de Madrid
dos instrucciones: por un lado, no inmiscuirse en la política de los dirigentes
nazis y del Gobierno colaboracionista de Vichy; por otro, hacer las gestiones
oportunas ante las autoridades para hacerse cargo de las propiedades y de los
bienes que abandonaban los judíos de origen español tras ser deportados.
El
dinero sí interesaba, las personas no. Estos y el resto de cónsules y
embajadores informaron puntualmente a Franco sobre el incremento en el ritmo de
los asesinatos y de las deportaciones a los campos de concentración.
Algunos
embajadores, como Miguel Ángel de Muguiro en Budapest, se apoyaron en un
decreto aprobado durante la dictadura de Primo de Rivera que permitía a los
judíos de origen sefardí acceder a la nacionalidad española.
De
Muguiro lo empleó como argumento para conceder pasaportes españoles a
centenares de judíos, lo que le costó el puesto y su inmediata repatriación.
Su
sucesor, Ángel Sanz Briz, continuó con la misma estrategia: también incumplió
las órdenes que llegaban de Madrid y logró salvar así a unas 5.000 personas.
Ese
antiguo decreto habría permitido a Franco salvar de las cámaras de gas a
decenas de miles de judíos. En enero de 1943, en pleno arranque de La Solución
Final, Hitler envió una circular a todos sus aliados, entre los que se
encontraba España.
En
ella les daba un plazo de tres meses para “repatriar
a sus judíos” de la Europa ocupada. En caso de no hacerlo, no había que ser
muy listo para saber que su destino serían los campos de trabajo y/o
exterminio.
La
respuesta que llegó desde Madrid fue de un absoluto desinterés, tal y como
reflejaron en sus informes los diplomáticos alemanes. Tanto fue así que el
Ministerio de Asuntos Exteriores franquista exigió a sus diplomáticos que se
interesaran “solo por aquellos judíos de
INDISCUTIBLE nacionalidad española”. Centenares de familias, cuyos
ancestros provenían de la Península, acudieron en vano a nuestras sedes
diplomáticas para pedir un pasaporte o un salvoconducto que les habría conducido
hacia la vida.
El
resultado final fue desolador. Miles de sefardíes, 50.000 solo de la ciudad de
Salónica, acabaron en las cámaras de gas de Auschwitz-Birkenau como
consecuencia de esta meditada y premeditada inacción del Gobierno franquista.
En
los momentos finales de la guerra, cuando ya se daba por segura la derrota de
Hitler, Franco giró hacia los Aliados para intentar garantizar su
supervivencia.
Desde
aquel mismo momento y durante los cuarenta años de dictadura los jerarcas del
régimen se ocuparon de destruir la documentación que les señalaba como
cómplices directos del nazismo. Tuvieron cuatro décadas para realizar ese
trabajo y para reescribir una historia manipulada que continuamos estudiando
las generaciones que crecimos en democracia.
Han
pasado 74 años desde que se abrieron las puertas de los campos de concentración
nazis y 43 de la muerte de nuestro dictador.
¿No
es hora ya de contar la verdad y de recordar lo que realmente sucedió?
¿No es hora de señalar con el dedo a Franco
cada Día del Holocausto?
Carlos Hernández
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