De injusticia, bancos e hipotecas


El ciudadano lo percibe como una injusticia; más aún, como una burla. La actuación del Tribunal Supremo respecto de la sentencia sobre el impuesto de actos jurídicos documentados aplicado a las hipotecas echa más leña al fuego de la indignación de quienes todavía nos hallamos convalecientes tras el último y cuasiapocalíptico crac financiero.
Ante la enésima injusticia –aunque únicamente fuese procedimental– esta vez de una institución primordial en un estado de derecho, las gentes endeudadas sienten más que piensan. Y una ciudadanía que siente herida su dignidad puede por esa herida contraer cualquier infección que a la postre puede ser letal para el espíritu democrático sin el cual queda la democracia reducida a una cáscara retórica desvinculada de la verdad.
Lo ocurrido estos últimos días con la susodicha sentencia, así como lo sabido tras la novedad legislativa impuesta desde el ejecutivo sobre la probable reacción de los bancos que llevaría a encarecer las hipotecas, me trae a la mente las palabras de Dante ante la misma boca del infierno tal como aparecen en su inmortal Divina Comedia: «Abandonad toda esperanza quienes aquí entráis».
¿Sería muy exagerado que los bancos colocaran esta frase literaria en el frontispicio de todas sus sucursales? ¿Es el rasgo definitorio de nuestra flamante economía global siglo XXI lo que el historiador y economista libanés Georges Corm llama «fetichismo monetarista»? .
Si se le pregunta a cualquiera con qué tiene que ver la economía, seguramente responderá que con el dinero. Pero el dinero sólo «es un símbolo –como dice el economista surcoreano Ha-Joon Chang– de lo que otros en nuestra sociedadnos deben, o de nuestro derecho a cantidades particulares de los recursos de la sociedad» (Economía para el 99% de la población, p. 33).
El fetichismo monetarista supone que el dinero pasa de ser un medio de representación a un fin en sí mismo. En una economía en la que el cáncer extractivo del sector financiero ha hecho metástasis en todo el sistema, el poder lo tienen aquellas instituciones con acceso ilimitado a lo que ya no es símbolo, sino recurso; y recurso más importante que el aire limpio o el tiempo libre.
Es la perversión esencial de una economía en la que la producción de bienes y servicios está supeditada al poder omnímodo del dinero. De la misma forma que en las sociedades del antiguo régimen estamental el poderoso era el terrateniente que obtenía la riqueza de los demás mediante un sistema extractivo de rentas, hoy en día los rentistas institucionales son los bancos, los gestores de fondos de cobertura, que saquean empresas y vacían sus reservas de pensiones; también los propietarios que abusan de sus inquilinos (amenazándolos con el desahucio si no cumplen con unas demandas abusivas y desorbitantes), así como los monopolistas que extorsionan a los consumidores con precios no justificados por los costes reales de producción.
A partir de los acuerdos de Bretton Woods de 1944, el dinero rompe definitivamente con su nexo material haciéndose posible la alquimia monetaria hasta entonces metafísicamente imposible; el dinero será capaz de crear dinero por sí mismo. Es la magia de las matemáticas del interés compuesto que nadie osa discutir. Merced a ella los bancos crean dinero a través de las deudas (como las hipotecas), las cuales son a su vez instrumentos de una nueva forma de esclavitud, la propia no ya del mundo feudal, sino del libre mercado.
En él la aristocracia rural de la Europa feudal es en nuestros días el sector financiero. Y como antaño esos señores tenedores de las tierras eran favorecidos por un sistema político injusto a todas luces, en este siglo que apenas echó a andar los bancos tienen a las instituciones jurídicas y políticas de su lado. Lo prueba de manera sangrante que –como hemos constatado con el episodio protagonizado por el alto tribunal español– cualquier intento de gravar su negocio se vuelve en contra de los usuarios a los que siempre se acaba amenazando con el encarecimiento de costes o –lo que es peor, pues equivale a la muerte– con la negación del crédito.
Como denuncia el economista norteamericano Michael Hudson: «Las dinámicas financieras de hoy en día están llevando de nuevo a desplazar la presión fiscal hacia el trabajo y la industria, mientras que los bancos y tenedores de bonos, lejos de haber visto recortados sus títulos de deuda, han obtenido rescates» (Matar al huésped, p. 122).
El enseñoramiento de la economía financiera –de la que forma parte principal la banca– en detrimento de la productiva es consecuencia de la mutación del paradigma clásico y su sustitución por el modelo neoliberal, que en nuestro siglo se tiene por ortodoxia económica y como corpus definitivo de la ciencia económica.
Parte esencial de ese modelo es un sistema financiero global que opera con su propia lógica y que financiariza la vida cotidiana de todas las personas «como muestra la penetración de las tarjetas de crédito y la organización de la vida presente –subrayan los profesores Antonio Ariño y Juan Romero– empeñando la de las generaciones futuras (vivir a crédito y generar deuda a futuro mediante la vivienda, la educación o las vacaciones)» (La secesión de los ricos, p. 125).
Hace décadas que la economía dejó de ser una política, como venía siendo desde los mercantilistas del siglo XVI, para ser considerada una ciencia, acentuando de este modo su carácter utópico y abstracto; es decir, de implantación de un modelo de capitalismo de libre mercado uniforme para todas las comunidades humanas y para el que queda proscrita la búsqueda de alternativa.
El origen de este triunfo del neoliberalismo anglosajón cabe situarlo en la década de los ochenta del siglo pasado siendo de naturaleza esencialmente ideológica. La pareja política que lo encarna es la que constituyeron Margaret Thatcher y Ronald Reagan. Quien le otorgó su fundamento «científico» fue Milton Friedman y su Escuela de Chicago, enemigos radicales de la intervención del Estado, la cual desde entonces se tiene por peligrosa para la libertad.
La ideología que impulsa este capitalismo de tercera generación –así bautizado por el economista Anatole Kaletsky– se sustenta en dos pilares que nada tienen de científico, a saber: la supuesta racionalidad absoluta de los mercados, los consumidores y los productores, que exige, para que florezcan en plenitud los beneficios de su acción, la desregulación; y una concepción de la libertad más abstracta y racionalista que la de los filósofos de la Ilustración.
Es el principio del fin del Estado del bienestar, el que fuera gran logro político europeo de los «treinta gloriosos», las tres décadas posteriores a la Segunda Guerra Mundial, cuando el viejo continente, a pesar de la herida histórica del «telón de acero», parecía progresar en paz. Durante ese tiempo aún regía la política de regulación pública del siglo XX, fundamentada en las ideas de la Ilustración y de la reforma política.
Desde ellas, el valor, el precio y la renta se definen para orientar una filosofía fiscal progresiva, una regulación de precios antimonopolio, leyes de usura y controles de renta. Se trataba así de favorecer el crecimiento económico y unos precios e ingresos más justos y eficientes.
Este modelo de economía mixta congruente con los principios ilustrados ha ido cediendo en las últimas décadas ante la presión contra el sector público, que busca –según el ya citado Michael Hudson– «crear una economía unilateral cuyo control esté centralizado en Wall Street y en centros financieros similares en todo el mundo» (Matar al huésped, p. 70).
El asunto de la dichosa sentencia del impuesto de las hipotecas es la prueba de la fortaleza de esa «economía unilateral», de naturaleza extractiva (de riqueza) frente a los poderes del Estado democrático. Que no es un hecho aislado carente de significado político lo demuestra el antecedente que sobre un asunto similar se dio en Estados Unidos en la primavera de 2009, cuando el senador de Illinois Dick Durbin había intentado cambiar la legislación sobre quiebra para que los propietarios de viviendas con dificultades financieras pudieran modificar sus hipotecas. Se trataba de revertir la sentencia unánime del Tribunal Supremo de 1993, favorable a los bancos, que impedía que los propietarios pudieran utilizar la quiebra como instrumento para reducir sus hipotecas. El Congreso también venía demostrando su connivencia con la banca, cuya seguridad entendía prioritaria para garantizar los flujos de capital.
Llegado el momento de debatir la propuesta de Durbin, la administración Obama se opuso; porque aceptó el argumento de las entidades financieras de que reconocer un derecho a la quiebra de los propietarios de vivienda incrementaría el coste de los préstamos hipotecarios y generaría inseguridad jurídica.
«El “producto” de los banqueros es la deuda» (p. 382), sostiene Hudson. Ofrecen cada vez préstamos más grandes con la garantía de valores de renta y patrimonio, préstamos que publicitan como «más fáciles», y beneficiosos porque amplían el mercado de la vivienda en propiedad.
Ahora bien, para el conjunto de la economía tales condiciones de crédito tienen el efecto de aumentar los precios de los bienes raíces (terrenos, inmuebles…) y los compradores se ven obligados a endeudarse cada vez más para tener casa propia. «Los bancos terminan quedándose con la parte más importante del valor de la renta inmobiliaria, que se paga en concepto de intereses» (p. 383), subraya Hudson. La ideología financiera de la banca es contraria a los impuestos jutificándolo en la ilusión, que fomentan entre los potenciales compradores, de que la menor presión fiscal liberará renta para el acceso a la vivienda en propiedad; pero en verdad lo que buscan es que queden más libres de carga impositiva las rentas del trabajo para que eso que no pagan en impuestos lo paguen a los bancos en forma de más intereses.
En la práctica es una forma de impuesto privado mediante el que todos los hipotecados enriquecemos a la banca, todo un poder dentro del Estado al que resulta muy difícil controlar. Sobre todo desde la desregulación de las finanzas promovida políticamente a partir de la década de los ochenta del siglo pasado, la cual tuvo seguramente su momento triunfal en 1999 con la derogación de la Ley Glass-Steagall, la Ley de Bancos (Banking Act) de los EEUU, en vigor desde el 16 de junio de 1933.
Tal ley se concibió como instrumento de control para la especulación que cuatro años antes había llevado a la hecatombre económica de 1929, de terribles consecuencia para todo el mundo dado que tuvo su incidencia en el ascenso del nazismo. En virtud de esa ley quedaban separadas la banca de depósito y la banca de inversión. Su derogación bajo la presidencia del demócrata Bill Clinton nos puso en la senda para la crisis de 2008, prima hermana de la del 29, al permitir en la práctica la especulación casi sin límites mediante la creación verdaderamente maravillosa de «productos» financieros a cual más enrevesado en su naturaleza abstracta y su plasmación jurídica (CDO, swaps y demás derivados).
En efecto, así los llama el empleado de banca que lo atiende a uno en la sucursal de turno; las hipotecas son «productos», como si fuesen algo que se fabrica trabajosamente, a partir de una costosa materia prima de ardua obtención que luego ha de ser sometida a un laborioso proceso de manufactura. Pero las hipotecas son entes abstractos, convenciones de los hombres mediante las que se genera deuda, merced a la cual de la nada se crea dinero que es el deudor quien tiene que producir de verdad mediante su muy material y concreto trabajo.
La mayoría del dinero en circulación no es en metálico, sino que es bancario; y de éste, en el eurosistema, el 90% fue creado por la banca privada en 2013. Como nos advierte Christian Felber en su libro Dinero, de fin a medio respecto de los beneficios obtenidos por la banca vía préstamos: «Estos beneficios son ilegítimos, porque hay actores privados que se enriquecen accediendo a un bien público [el dinero] » (Dinero, de fin a medio, p. 81); además: «La práctica de crear dinero privado incrementa el volumen crediticio de la economía nacional y con ello el grado de endeudamiento sistémico.
Conduce a la inflación y formacion de burbujas por un lado y, por el otro, al sobreendeudamiento sistémico. Actualmente, el grado de endeudamiento general del sistema financiero y la economía nacional es mayor de lo que ha sido nunca en la historia».
Lo que Felber considera «el problema crucial del orden monetario actual»  lo identifica Michael Hudson como un factor decisivo en la guerra (política) que se libra entre la economía financiera, de corte extractivo, y la economía real (creadora de riqueza material), y que por ahora conduce al desmantelamiento de la producción industrial y a vivir en el corto plazo financiero. Ese problema radica en que la riqueza financiera privada crece más rápido que el rendimiento económico (según cálculos recogidos por Felber veces el rendimiento global en 2012). Y posee la voracidad del predador insaciable, por lo que no para de presionar con el fin de obtener más y más beneficios, de los que las hipotecas son una fuente importante.
¿Pueden los asalariados invertir lo que debieran en elevar sus niveles de vida si cada vez tienen que dedicar una mayor cantidad de sus ingresos a atender las exigencias de sus deudas?
La UE estableció por medio de los tratados de Maastricht y de Lisboa el 60% del PIB como el máximo de endeudamiento permitido a los estados. Ya en 2014 la Eurozona apuntaba a un promedio de cuota de deuda pública del ciento por ciento del rendimiento económico (en España es prácticamente del 100% del PIB).
Ello es debido al exceso de riqueza privada disponible en perpetua búsqueda de revalorización, lo que conlleva que se influya políticamente para que la deuda siga aumentando. Este estado de cosas, que irá a peor de acuerdo con el actual marco de política económica global, es absurdo tanto para Felber como para Hudson. Escojo unas palabras del primero que lo expresan meridianamente: «Así como en las décadas de la posguerra los deudores, a veces desesperados, buscaban acreedores, hoy los acreedores, cada vez más desesperados, buscan deudores (de ahí las estrategias de privatización, globalización y especulación)».
Es como si todos, incluidos los estados, tuviésemos como primer mandamiento el ser buenos deudores; axioma, al mismo tiempo, de una economía extractiva que –a decir de Michael Hudson– se ha convertido en el parásito que merma la salud de la economía real, la de producción de bienes y servicios, la que da vida a los seres humanos. No es esta economía, la real, la que debe estar al servicio del dinero, sino éste, que es un medio no el fin, el que debe servirla.
Hoy por hoy, la banca y las así llamadas altas finanzas constituyen el sector rentista más importante, el corazón de la economía extractiva, el parásito que mata al huésped. Porque la mayoría de los préstamos bancarios no se orientan a producir bienes y servicios, «sino a transferir los derechos de propiedad de bienes raíces, acciones (incluyendo las de compañías enteras) y bonos» (Matar al huésped, p. 142).
Se trata de una permanente transferencia de riqueza desde el sector productivo y del patrimonio del Estado al sector financiero vía pago de intereses de la deuda en sus muchas versiones. Su masiva expansión ha favorecido a una reducida minoría que se ha enriquecido enormemente, generando un crecimiento de la desigualdad.
Lo que ganan en concepto de intereses los bancos lo prestan como nuevos créditos hipotecarios a compradores de recursos generadores de renta. Y a esto se juega con recursos (materiales, no abstractos como el dinero) tan imprescindibles para una vida digna como lo es la vivienda.
Miremos en la para muchos intocable por sagrada constitución de 1978.
Busquemos su título I: de los derechos y deberes fundamentales; en su capítulo tercero, de los principios rectores de la política social y económica, artículo 47, y leamos: «Todos los españoles tienen derecho a disfrutar de una vivienda digna y adecuada. Los poderes públicos promoverán las condiciones necesarias y establecerán las normas pertinentes para hacer efectivo este derecho, regulando la utilización del suelo de acuerdo con el interés general para impedir la especulación. La comunidad participará en las plusvalías que genere la acción urbanística de los entes públicos».
Se suponía que el fin de la historia quedaba certificado por el hecho indiscutible del éxito de la democracia liberal, fruto del pensamiento ilustrado y de su compleja elaboración a través de la modernidad. Ese éxito no puede ser compatible con la sombra de injusticia que se arroja desde la esfera económica; algo que la política no debe eludir. Nos enfrentamos al riesgo cierto de un vaciamiento de la democracia y que su vacío lo llene la plutocracia global.
José María Agüera

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