La corrupción democrática lleva a España a ser un Estado fallido
En la cena de gala que dio inicio al Mobile World
Congress, el Jefe del Estado español, Felipe de Borbón, no tuvo reparo en
afirmar que, gracias a la Constitución de 1978, España era “una democracia
plena”.
Los discursos del monarca suelen estar escritos en la
misma sintonía de alejamiento de la realidad como lo fueron sus palabras porque
España, a día de hoy, tiene una democracia similar a una de esas obras que se
paralizaron tras la explosión de la burbuja inmobiliaria: está el esqueleto del
edificio levantado, pero aún falta mucho por hacer.
Precisamente, es todo lo que aún no se ha hecho lo que
está llevando a nuestro país a convertirse en un Estado fallido.
En
primer lugar, hay que destacar que el mero hecho de que Felipe de Borbón
continúe siendo Jefe del Estado ya genera una situación antidemocrática puesto
que está ahí por la voluntad del dictador Francisco Franco y no por el voto del
pueblo.
Incluso, habría que recordarle al monarca las
manipulaciones que desde el Gobierno de Adolfo Suárez se implementaron para
evitar un referéndum sobre el modelo de Estado que querían los españoles y que
el ex presidente reveló en una entrevista: “cuando la mayor parte de los jefes
de Gobierno extranjeros me pedían un referéndum sobre monarquía o república…,
hacíamos encuestas y perdíamos”.
Para evitar dar la voz al pueblo español incluyeron la
palabra rey y monarquía en la Ley de Reforma Política y así justificaron que ya
se había hecho un referéndum, algo que, como se ve, no fue así.
En segundo término, para terminar de culminar la
manipulación, no dieron la oportunidad de que los y las ciudadanas españolas
pudieran elegir el modelo de Estado en el referéndum de 1978 sobre la Constitución.
Esto fue un trágala en toda regla porque se metió en el
paquete de la Carta Magna también a la Monarquía.
En
segundo término, los niveles de corrupción de este país están destruyendo el
concepto mismo de democracia.
No puede haber plenitud en nuestro sistema político
cuando España sólo alcanza una puntuación de 58 en el barómetro de
Transparencia Internacional en el que el mínimo exigido para poder ser valorado
como una democracia plena se encuentra en 75.
Por tanto estamos más cerca de la debilidad que de la
plenitud.
En
tercer lugar, hay que tener en cuenta que uno de los valores sobre los que se
sustenta cualquier régimen democrático es la separación de los tres poderes
fundamentales y en España no es así, lo que provoca que se cometan abusos hacia
el pueblo por, precisamente, la interacción entre ellos.
Si el poder ejecutivo, el legislativo y el judicial son
inválidos para regir el destino de la ciudadanía, entonces nos hallamos en una
situación de Estado fallido.
En
España no hay división de poderes sino un mal remedo de la teoría de los vasos
comunicantes.
El poder legislativo se ha convertido en el lugar de la
defensa de los intereses particulares de cada uno de los partidos sin buscar
ningún tipo de soluciones a los problemas reales del pueblo.
El Parlamento español lleva demasiado tiempo sometido al
egoísmo de la partidocracia mal entendida y a las necesidades de las dictaduras
privadas o las élites del capital.
Esto no es un mal provocado por la atomización de los dos
grandes bloques ideológicos, sino que es algo ya endémico desde la segunda
mitad de la década de los 80.
Vemos cómo se bloquean leyes que favorecen a la
ciudadanía mientras se legisla en favor de las grandes corporaciones; vemos
cómo los letrados del Congreso quieren modificar dictámenes para no acusar a
nadie después de una Comisión de Investigación; vemos cómo los asuntos que
realmente importan a la gente quedan solapados por los intereses egoístas de
cada uno de los partidos.
Si no se legisla pensando en el pueblo sino en lo que más
rédito le puede dar a cada cual, entonces no nos hallamos muy lejos de Somalia
o Libia.
El
poder ejecutivo definitivamente ha dado la espalda a su pueblo y se ha sometido
tanto a organizaciones supranacionales como a las dictaduras privadas.
Todos los gobernantes que ha tenido este país, hayan
durado mucho o poco en el poder, fueran de derecha o de izquierda, han
terminado por priorizar eso que han dado en llamar las “cuestiones de Estado”
respecto a las verdaderas necesidades del pueblo porque, finalmente, aquéllas
terminan coincidiendo con los intereses de las élites.
En estos años hemos visto cómo se ha modificado la
Constitución porque así lo ha mandado Europa, cómo un gobierno ha ejecutado
leyes que iban en contra de las necesidades de la ciudadanía, leyes que han
incrementado la desigualdad y la riqueza de los más ricos mientras bajaban los
salarios y se destruían derechos laborales.
Una democracia plena no puede permitir que el poder
ejecutivo se convierta en cómplice de una operación de rescate de una entidad
bancaria y que ha provocado la ruina de más de 300.000 familias.
Finalmente,
el poder judicial tiene como máximo problema es que aún no ha pasado por ningún
tipo de renovación como sí lo han hecho, con todas las limitaciones existentes,
los otros dos u otras instituciones del Estado y, en ocasiones, está
funcionando con parámetros decimonónicos, del Fuero Juzgo o del Liber
Iudiciorum.
Además de la propia conciencia conservadora que suelen
tener los órganos judiciales, hay que sumar un hecho que no está siendo muy tratado
en los análisis que se hacen sobre la situación de nuestra Justicia en
referencia a la necesidad de una “revolución” inmediata de la misma: la
influencia que tienen sobre ella los poderes económicos, empresariales y
financieros puesto que, mientras que las transformaciones políticas que se
produjeron tras la muerte de Franco no les afectaban, en referencia a la
Justicia una transición hacia una democracia plena en su funcionamiento podría
atentar contra el control que presuntamente tienen a la hora de que los
tribunales españoles dictaminen sentencias que afecten a los grandes tótem de
estos sectores que, poco a poco, están dominando el mundo.
Por eso la ciudadanía sospecha constantemente del
doblegamiento de los poderes judiciales a los poderes financieros,
empresariales y económicos. Las injusticias de la Justicia son una consecuencia
más de la presunta complicidad de algunos miembros del poder judicial con el
capital y hacen, más que nunca, necesaria esa “revolución” pendiente de la
Justicia.
En
consecuencia, si ninguno de los tres poderes se ajusta a los criterios mínimos
que funcionan en una democracia plena, la realidad indica que España se acerca
más hacia la definición de Estado fallido que a la utopía expuesta por Felipe
de Borbón.
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