Carlos Herrera, con el tabaco. Gracias

Los fumadores de puros somos, por lo general, gente civilizada que nos gusta degustar un veguero en circunstancias muy concretas. No está el precio de los cigarros precisamente para andar fumeteando en cualquier parte y de cualquier manera, a cualquier hora y en cualquier compañía.

Un puro se saborea en ambiente tan exquisito como sus hojas llenas de vida y olor y se exalta debidamente en función del momento que nos proporciona. Por ello es difícil ver a fumadores auténticos cargándose una doble corona en la primera barra de bar en la que hayamos entrado a tomar un café. Necesitamos, digamos, otro escenario más meticuloso. Los fumadores de cigarrillos son más compulsivos, dependientes, y necesitan de forma gestual complacer una necesidad que consideran perentoria.

No tengo nada en contra, pero no es mi caso particular. Si no puedo fumar, no fumo; no supone ningún contratiempo, y soy especialmente considerado si me apercibo de que el humo de mi Lusitania puede molestar a alguien de mi entorno. Como debe ser, me voy a otra parte o me espero a momento más propicio. Pero me desilusionan las prohibiciones drásticas: a buen seguro es posible articular convivencia entre quienes quieren respirar sólo el humo de las freidoras o el aroma de los ambientadores y quienes gozan del olor del tabaco o, al menos, no lo conciben como una tortura insalvable. No obstante ello, el gobierno socialista tiene preparada la batalla final contra los mismos fumadores a los que está encantado en venderle tabaco, y, en función de ello, se apresta a prohibir con severidad estatal la ignición de cualquier tipo de cilindro humeante. Ante ello, los fumadores de cigarros tendremos que buscarnos acomodos públicos para el ejercicio pacífico de nuestro placer prohibido, sea un salón, sea un parque, sea una catacumba. Al parecer, la prohibición alcanzará todo lugar techado en el que se realice cualquier tipo de comercio, pero no desechen la posibilidad de que acabe alcanzando a terrazas y plazas de toros donde siempre se podrá objetar que un vecino molesta también al aire libre si lo hace con tabaco en las manos.

Sin ir más lejos, en la meca de los prohibicionistas, Estados Unidos, está prohibido fumar incluso en parques y estadios de fútbol o béisbol bajo la amenaza de convertirse en carne de comisaría. Sólo que, a diferencia de lo que se prepara en España, hay locales inusitadamente contemplados para el fumador. Lo he encontrado en Miami y también en Washington. En la capital federal, en la calle F, pueden disfrutar del célebre Shelly´s Bar Room, restaurante y salón -con mullidos sillones y televisores- donde fumar es un placer. No es el único, pero sí el más célebre. ¿Se contemplará en España la creación de clubs de fumadores, céntricos y abastecidos, donde sentarse cómodamente a degustar un Partagás cualquiera? ¿Podrá hacerse sin que parezca una sociedad secreta o un local impenetrable? ¿Se podrá entrar sin que haya que soportar la mirada airada e intolerable de ningún prohibicionista que piense que estás entrando en un puticlú?

A buen seguro se tratará de negocios interesantes, con lo que animo a empresarios a considerar su creación dentro de la ley. Allí no molestaremos a nadie y, si hace falta, nos serviremos nosotros mismos las copas para que la ministra no argumente que estamos envenenando a pobres camareros inocentes.

O eso, o en casa. De momento, que con el pelaje de quienes nos gobiernan y de quienes se oponen a quienes nos gobiernan puede que nos multen hasta por fumar en nuestro inodoro particular.

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