Los Estados Unidos de Europa
La Unión Europea es única en su especie, a medio
camino entre una organización regional tradicional y un Estado.
Esta unicidad se debe en parte a su evolución
histórica, así como al firme compromiso de sus fundadores de unificar el
continente mediante un sistema federal.
Un análisis histórico, con especial hincapié en el
fracaso del proyecto constitucional de 2004, es imprescindible para comprender
la dirección a la que se dirige la organización, si es que, como muchos
plantean, tiene alguna.
“No habrá paz en Europa si los Estados se reconstruyen
sobre una base de soberanía nacional.
Son demasiado pequeños para asegurar a sus pueblos la
prosperidad y los avances sociales indispensables.
Ello exige que se agrupen en una federación o ‘entidad
europea’ que los convierta en una unidad económica común”.
Tal y como defendia en 1943 Jean Monnet, uno de
los padres de lo que sería la Unión Europea, el futuro del continente dependía
en su totalidad de la progresiva integración de los países que lo conformaban.
Es así como Bélgica, Francia, Alemania Occidental,
Italia, Países Bajos y Luxemburgo cederían parte de sus competencias a la Alta
Autoridad de la CECA (Comunidad Europea del Carbón y del Acero) con el Tratado
de París de 1951.
La progresiva integración económica, política y social
de la Comunidad Europea parecía imparable tras la sucesión de numerosos
tratados —Maastricht (1992), Ámsterdam (1997), Niza (2001).
El mayor varapalo ocurrió, sin embargo, en la capital
de uno de los países fundadores, Roma, donde se firmó la fallida Constitución
Europea.
Tras unos años de “periodo de reflexión”, el espíritu
europeo se recuperó con el Tratado de Lisboa, pero el precedente de la
Constitución parecía marchitar el sueño de alcanzar unos “ Estados Unidos
de Europa”, como defendía Winston Churchill, uno de sus promotores.
¿Única en su especie?
El proyecto de
integración europeo ha sido definido como sui generis, incomparable
a ninguna otra organización regional, como la Organización de Estados
Americanos o la Unión Africana.
Los motivos de su unicidad son variados, pero dos
deben ser destacados por encima de los demás: la amenaza geopolítica y la
importancia del llamado efecto derrame.
Tal como predijo el politólogo William Riker, la
existencia de amenazas internas y externas constituye uno de los elementos
imprescindibles para la creación de una federación, y desde este ángulo se
puede analizar el germen del proceso europeo.
El peligro interno de una más que posible Tercera
Guerra Mundial entre Francia y Alemania hizo que surgieran “iniciativas que
deberían hacer la guerra entre ambos imposible”.
Por otro lado, la amenaza externa venía representada
por el gigante soviético, cuyos misiles dirigidos hacia Estados Unidos se
encontraban demasiado próximos a Europa Occidental.
El comienzo de la Guerra Fría forzó así a Italia,
Alemania Occidental, Francia, Bélgica, Países Bajos y Luxemburgo a integrarse
para contrarrestar el poder de la influencia el poder de la influencia
soviética sobre la región.
En cuanto al efecto derrame, por el cual
la inicial integración económica en determinadas áreas —carbón y acero—
progresivamente se ampliaría a otros ámbitos, se encuentra intrínsecamente
unido al razonamiento de Monnet. A pesar de haber sufrido una crisis tras l
“política de silla vacia” auspiciada por el presidente De Gaulle, la
teoría del efecto derrame ayuda a entender la unificación del continente.
Dicho efecto explica la progresiva incorporación de
nuevas competencias al mando comunitario como agricultura o pesca, así como la
sucesiva síntesis en nuevas áreas: política, judicial o legal.
Ambos motivos son
fundamentales para entender la evolución histórica de la Unión Europea, cuyas
características son diferentes a las de cualquier organización internacional,
del mismo modo que a las de cualquier Estado soberano tradicional.
La integración comenzó en 1951 con el Tratado de
París, enmendado en Roma en 1957, lo que dio lugar a las llamadas comunidades
europeas tras la creación de la Comunidad Económica Europea y la
Comunidad Europea de la Energía Atómica, que se unieron a la ya existente CECA.
Tras la adopción
del Tratado de Roma, el grupo comunitario comenzó a ganar peso a nivel
regional, especialmente visible con el fin de la política de silla vacía tras
el compromiso de Luxemburgo, lo que llevó a su primera expansión con la
adhesión de Reino Unido, Irlanda y Dinamarca en 1973.
El sueño europeo parecía no tener fin y, poco a poco,
diferentes países una vez enfrentados entre sí comenzaron a decir adiós a su
independencia nacional y abrazar los valores comunitarios. El Tratado de
Maastricht, creador de la actual Unión Europea, fue la materialización de ese
sueño, un “proceso sin paralelos en la historia contemporánea”, en palabras del
presidente portugués Cavaco Silva.
El Tratado de Ámsterdam de 1997 fue la continuación de
ese proyecto llamado Europa, que por primera vez introdujo en su acervo
comunitario la progresiva eliminación de fronteras internas con la adopción del
Acuerdo de Schengen.
La introducción del
euro como moneda común en 2002, así como la gran ampliación de 2004 —diez
nuevos países entraron en un grupo formado hasta la fecha por quince—, tuvo un
gran impacto para los más eurófilos, que veían la posibilidad real de
transformar la Unión Europea en un verdadero sistema federal, tal y como
Churchill defendía.
De haberlo conseguido, la Unión Europea habría
cumplido la profecía que predicaba el fin del sistema westfaliano de
Estado soberano tras ceder los países progresivamente su independencia de
forma pacífica a un ente supranacional y comenzar así una nueva etapa en la
Historia.
Sin embargo, a la Unión Europea le faltaba un
documento que integrase de forma unitaria todo el cuerpo legal construido a lo
largo de los años y que marcase de forma simbólica el inicio de una nueva
época, al estilo de la Convención de Filadelfia de 1787, artífice de la
Constitución estadounidense.
La Convención sobre el futuro de Europa fue la
encargada de redactar la llamada Constitución Europea y Bruselas se convirtió
en la Filadelfia comunitaria.
El documento constitucional fue finalmente firmado en
la capital italiana en 2004, con numerosos cambios de gran importancia para la
región.
Uno de los más relevantes —especialmente criticado por
Reino Unido— es la adopción de la Carta de los Derechos Fundamentales de la UE
como figura vinculante de obligado cumplimiento, ya que pone de manifiesto el
compromiso social de la Unión, hasta ahora centrada en el plano político y
económico.
Otro de los cambios introducidos por la Constitución
fue el reconocimiento de iure de la personalidad jurídica de
la UE, que le permitía la ratificación de tratados internacionales como si de
un Estado al uso se tratase.
A pesar de la marea
integracionista y federal, la Constitución Europea quedó en papel mojado debido
a la negativa de los ciudadanos franceses y neerlandeses al documento tras ser
consultados en un referéndum.
Esta decisión fue un jarro de agua fría para aquellos
que consideraban el momento como un punto de inflexión histórico en la política
mundial.
También acalló las voces que hablaban de un punto de
no retorno en la estructura comunitaria como sistema federal.
La idea de los Estados Unidos de Europa quedaba
relegada a un segundo plano tras el rechazo social a la Constitución, lo que
planteaba diversas cuestiones tan significativas como hacia dónde se dirigía el
sueño comunitario.
Una Europa sin Constitución
La primera
conclusión que se interpretó de la negativa franco-neerlandesa al proyecto
comunitario fue que los ciudadanos comunitarios no creían en la idea de Europa.
Tras descartar el tratado constitucional, comenzó un
período de reflexión en el que se debatió sobre los diferentes escenarios
pos-2004, sobre cómo construir una Unión Europea inclusiva y representativa.
Dicho período contó con diferentes iniciativas por
parte de los Estados miembros, como apoyar la mejora de iniciativas
gubernamentales en temas relacionados con la UE u organizar conferencias y
consultas ciudadanas como hizo Austria.
La etapa de
meditación concluyó con la presidencia de Alemania del Consejo de la Unión, más
concretamente el 17 de enero de 2007.
La canciller alemana Ángela Merkel, en un discurso
ante el Parlamento Europeo,proclamo que la fase de reflexión había
terminado y abrió así la puerta a un nuevo tratado, que finalmente fue
firmado en la capital lusa.
El Tratado de Lisboa está formado por dos documentos
jurídicos,el Tratado de la Union Europea y el Tratado de
funcionamiento de la Union, lo cual constituye una clara diferencia con la
Constitución, compuesta únicamente por un solo documento.
Desde la perspectiva institucional, Lisboa trata de
otorgar mayor legitimidad democrática al proceso de unificación con el objetivo
de conseguir un mayor apoyo ciudadano.
El Parlamento, pues, gana peso en la toma de
decisiones y elige, tras la aprobación del documento, al presidente de la
Comisión, cargo actualmente ocupado por Jean-Claude Juncker.
Con el objetivo de fortalecer la democracia
institucional, el Parlamento también obtiene mayores poderes en el proceso de
codecisión con la Comisión, que no podrá adoptar normas opuestas a las del
órgano ciudadano.
Junto con el
Parlamento, también han sufrido numerosos cambios la Comisión, el Consejo o el
Tribunal de Justicia con el objetivo de convertir la Unión en una organización
más eficiente y capaz de dar respuesta a las amenazas del siglo XXI —cambio
climático, terrorismo transnacional…
Pese a dichas reformas, el tratado tiene como objetivo
principal la protección de los derechos de los ciudadanos comunitarios, por lo
que —como habría hecho la Constitución— otorga carácter vinculante a la Carta
de los Derechos Fundamentales de la UE.
Si bien el compromiso social de la UE queda patente
con dichas reformas, la respuesta ciudadana demostró no estar plenamente de
acuerdo con los planteamientos de Bruselas.
En el proceso de ratificación, Irlanda fue el único
estado que tuvo que someter el texto legal a referéndum, y este fue rechazado
por los ciudadanos en un 53,4% sobre el total de participación del 53,1%.
La realización de un segundo referéndum con una clara
mayoría a favor —67,1% con una tasa de participación del 58%— permitía un
respiro a los eurócratas al asegurar el futuro comunitario a medio plazo.
Tras la decisión
favorable de Irlanda, el Tratado de Lisboa entra en vigor el 1 de diciembre de
2009, lo que proporciona un nuevo marco jurídico y un impulso legal a la Unión,
con una clara hoja de ruta sobre la cual estructurar las necesidades y retos
del futuro.
La adhesión de Croacia en 2013, una de las repúblicas
que formaban la federación yugoslava, muestra el claro interés comunitario por
la continua expansión oriental.
Es por ello por lo
que países como Albania, Serbia, Montenegro o la antigua
Republica Yugoslava de Macedonia son cuatro de los
cinco candidatos oficiales a Estados miembros..
El candidato restante es Turquía, cuya aspiración de
acceder al club comunitario data de 1987 aunque las conversaciones sobre
la negociación comenzaron en 2005.
Este afán por ingresar en el club regional demuestra
que, a pesar del fracaso constitucional, la Unión Europea consiguió retomar el
proyecto comunitario con el Tratado de Lisboa y acallar las voces que auguraban
su deceso.
A pesar de ello, a la luz de los últimos
acontecimientos, muchos ciudadanos comunitarios comienzan a preguntarse de
nuevo si Europa vuelve a encontrarse sin rumbo, a la deriva en un océano de
incertidumbre,lastrada por el repliege nacionalista.
Un futuro europeo entre el fracaso y el éxito
El Tratado de Lisboa no solo introdujo los elementos
necesarios para asegurar la futura cohesión de la Unión; también incluyó el
componente necesario para su ruptura: el artículo 50.
Este precepto fue puesto en funcionamiento a petición
de Reino Unido, lo que ha abierto una crisis europea sin precedentes debido a
que las anteriores secesiones —Argelia, Groenlandia y San Bartolome— eran
territorios, no Estados de pleno
derecho.
Pese al reciente compromiso entre socios comunitarios
y el Reino Unido, las negociaciones se plantean arduas, por lo que es difícil
predecir qué ocurrirá tras el cierre del capítulo del brexit.
El principal
defensor de una refundación del proyecto es el eje franco-alemán, donde cabe
destacar el gran impulso de Macron como líder europeo, en especial gracias a la
mayoría parlamentaria en su país de origen.
Los Estados Unidos de Europa
La Unión Europea es única en su especie, a medio
camino entre una organización regional tradicional y un Estado.
Esta unicidad se debe en parte a su evolución
histórica, así como al firme compromiso de sus fundadores de unificar el
continente mediante un sistema federal.
Un análisis histórico, con especial hincapié en el
fracaso del proyecto constitucional de 2004, es imprescindible para comprender
la dirección a la que se dirige la organización, si es que, como muchos
plantean, tiene alguna.
“No habrá paz en Europa si los Estados se reconstruyen
sobre una base de soberanía nacional.
Son demasiado pequeños para asegurar a sus pueblos la
prosperidad y los avances sociales indispensables.
Ello exige que se agrupen en una federación o ‘entidad
europea’ que los convierta en una unidad económica común”.
Tal y como defendia en 1943 Jean Monnet, uno de
los padres de lo que sería la Unión Europea, el futuro del continente dependía
en su totalidad de la progresiva integración de los países que lo conformaban.
Es así como Bélgica, Francia, Alemania Occidental,
Italia, Países Bajos y Luxemburgo cederían parte de sus competencias a la Alta
Autoridad de la CECA (Comunidad Europea del Carbón y del Acero) con el Tratado
de París de 1951.
La progresiva integración económica, política y social
de la Comunidad Europea parecía imparable tras la sucesión de numerosos
tratados —Maastricht (1992), Ámsterdam (1997), Niza (2001).
El mayor varapalo ocurrió, sin embargo, en la capital
de uno de los países fundadores, Roma, donde se firmó la fallida Constitución
Europea.
Tras unos años de “periodo de reflexión”, el espíritu
europeo se recuperó con el Tratado de Lisboa, pero el precedente de la
Constitución parecía marchitar el sueño de alcanzar unos “ Estados Unidos
de Europa”, como defendía Winston Churchill, uno de sus promotores.
¿Única en su especie?
El proyecto de
integración europeo ha sido definido como sui generis, incomparable
a ninguna otra organización regional, como la Organización de Estados
Americanos o la Unión Africana.
Los motivos de su unicidad son variados, pero dos
deben ser destacados por encima de los demás: la amenaza geopolítica y la
importancia del llamado efecto derrame.
Tal como predijo el politólogo William Riker, la
existencia de amenazas internas y externas constituye uno de los elementos
imprescindibles para la creación de una federación, y desde este ángulo se
puede analizar el germen del proceso europeo.
El peligro interno de una más que posible Tercera
Guerra Mundial entre Francia y Alemania hizo que surgieran “iniciativas que
deberían hacer la guerra entre ambos imposible”.
Por otro lado, la amenaza externa venía representada
por el gigante soviético, cuyos misiles dirigidos hacia Estados Unidos se
encontraban demasiado próximos a Europa Occidental.
El comienzo de la Guerra Fría forzó así a Italia,
Alemania Occidental, Francia, Bélgica, Países Bajos y Luxemburgo a integrarse
para contrarrestar el poder de la influencia el poder de la influencia
soviética sobre la región.
En cuanto al efecto derrame, por el cual
la inicial integración económica en determinadas áreas —carbón y acero—
progresivamente se ampliaría a otros ámbitos, se encuentra intrínsecamente
unido al razonamiento de Monnet. A pesar de haber sufrido una crisis tras l
“política de silla vacia” auspiciada por el presidente De Gaulle, la
teoría del efecto derrame ayuda a entender la unificación del continente.
Dicho efecto explica la progresiva incorporación de
nuevas competencias al mando comunitario como agricultura o pesca, así como la
sucesiva síntesis en nuevas áreas: política, judicial o legal.
Ambos motivos son
fundamentales para entender la evolución histórica de la Unión Europea, cuyas
características son diferentes a las de cualquier organización internacional,
del mismo modo que a las de cualquier Estado soberano tradicional.
La integración comenzó en 1951 con el Tratado de
París, enmendado en Roma en 1957, lo que dio lugar a las llamadas comunidades
europeas tras la creación de la Comunidad Económica Europea y la
Comunidad Europea de la Energía Atómica, que se unieron a la ya existente CECA.
Tras la adopción
del Tratado de Roma, el grupo comunitario comenzó a ganar peso a nivel
regional, especialmente visible con el fin de la política de silla vacía tras
el compromiso de Luxemburgo, lo que llevó a su primera expansión con la
adhesión de Reino Unido, Irlanda y Dinamarca en 1973.
El sueño europeo parecía no tener fin y, poco a poco,
diferentes países una vez enfrentados entre sí comenzaron a decir adiós a su
independencia nacional y abrazar los valores comunitarios. El Tratado de
Maastricht, creador de la actual Unión Europea, fue la materialización de ese
sueño, un “proceso sin paralelos en la historia contemporánea”, en palabras del
presidente portugués Cavaco Silva.
El Tratado de Ámsterdam de 1997 fue la continuación de
ese proyecto llamado Europa, que por primera vez introdujo en su acervo
comunitario la progresiva eliminación de fronteras internas con la adopción del
Acuerdo de Schengen.
La introducción del
euro como moneda común en 2002, así como la gran ampliación de 2004 —diez
nuevos países entraron en un grupo formado hasta la fecha por quince—, tuvo un
gran impacto para los más eurófilos, que veían la posibilidad real de
transformar la Unión Europea en un verdadero sistema federal, tal y como
Churchill defendía.
De haberlo conseguido, la Unión Europea habría
cumplido la profecía que predicaba el fin del sistema westfaliano de
Estado soberano tras ceder los países progresivamente su independencia de
forma pacífica a un ente supranacional y comenzar así una nueva etapa en la
Historia.
Sin embargo, a la Unión Europea le faltaba un
documento que integrase de forma unitaria todo el cuerpo legal construido a lo
largo de los años y que marcase de forma simbólica el inicio de una nueva
época, al estilo de la Convención de Filadelfia de 1787, artífice de la Constitución
estadounidense.
La Convención sobre el futuro de Europa fue la
encargada de redactar la llamada Constitución Europea y Bruselas se convirtió
en la Filadelfia comunitaria.
El documento constitucional fue finalmente firmado en
la capital italiana en 2004, con numerosos cambios de gran importancia para la
región.
Uno de los más relevantes —especialmente criticado por
Reino Unido— es la adopción de la Carta de los Derechos Fundamentales de la UE
como figura vinculante de obligado cumplimiento, ya que pone de manifiesto el
compromiso social de la Unión, hasta ahora centrada en el plano político y
económico.
Otro de los cambios introducidos por la Constitución
fue el reconocimiento de iure de la personalidad jurídica de
la UE, que le permitía la ratificación de tratados internacionales como si de
un Estado al uso se tratase.
A pesar de la marea
integracionista y federal, la Constitución Europea quedó en papel mojado debido
a la negativa de los ciudadanos franceses y neerlandeses al documento tras ser
consultados en un referéndum.
Esta decisión fue un jarro de agua fría para aquellos
que consideraban el momento como un punto de inflexión histórico en la política
mundial.
También acalló las voces que hablaban de un punto de
no retorno en la estructura comunitaria como sistema federal.
La idea de los Estados Unidos de Europa quedaba
relegada a un segundo plano tras el rechazo social a la Constitución, lo que
planteaba diversas cuestiones tan significativas como hacia dónde se dirigía el
sueño comunitario.
Una Europa sin Constitución
La primera
conclusión que se interpretó de la negativa franco-neerlandesa al proyecto
comunitario fue que los ciudadanos comunitarios no creían en la idea de Europa.
Tras descartar el tratado constitucional, comenzó un
período de reflexión en el que se debatió sobre los diferentes escenarios
pos-2004, sobre cómo construir una Unión Europea inclusiva y representativa.
Dicho período contó con diferentes iniciativas por
parte de los Estados miembros, como apoyar la mejora de iniciativas
gubernamentales en temas relacionados con la UE u organizar conferencias y
consultas ciudadanas como hizo Austria.
La etapa de
meditación concluyó con la presidencia ded e nero de 2007.
La canciller alemana Ángela Merkel, en un discurso
ante el Parlamento Europeo,proclamo que la fase de reflexión había
terminado y abrió así la puerta a un nuevo tratado, que finalmente fue
firmado en la capital lusa.
El Tratado de Lisboa está formado por dos documentos
jurídicos,el Tratado de la Union Europea y el Tratado de
funcionamiento de la Union, lo cual constituye una clara diferencia con la
Constitución, compuesta únicamente por un solo documento.
Desde la perspectiva institucional, Lisboa trata de
otorgar mayor legitimidad democrática al proceso de unificación con el objetivo
de conseguir un mayor apoyo ciudadano.
El Parlamento, pues, gana peso en la toma de
decisiones y elige, tras la aprobación del documento, al presidente de la
Comisión, cargo actualmente ocupado por Jean-Claude Juncker.
Con el objetivo de fortalecer la democracia
institucional, el Parlamento también obtiene mayores poderes en el proceso de
codecisión con la Comisión, que no podrá adoptar normas opuestas a las del
órgano ciudadano.
Junto con el
Parlamento, también han sufrido numerosos cambios la Comisión, el Consejo o el
Tribunal de Justicia con el objetivo de convertir la Unión en una organización
más eficiente y capaz de dar respuesta a las amenazas del siglo XXI —cambio
climático, terrorismo transnacional…
Pese a dichas reformas, el tratado tiene como objetivo
principal la protección de los derechos de los ciudadanos comunitarios, por lo
que —como habría hecho la Constitución— otorga carácter vinculante a la Carta
de los Derechos Fundamentales de la UE.
Si bien el compromiso social de la UE queda patente
con dichas reformas, la respuesta ciudadana demostró no estar plenamente de
acuerdo con los planteamientos de Bruselas.
En el proceso de ratificación, Irlanda fue el único
estado que tuvo que someter el texto legal a referéndum, y este fue rechazado
por los ciudadanos en un 53,4% sobre el total de participación del 53,1%.
La realización de un segundo referéndum con una clara
mayoría a favor —67,1% con una tasa de participación del 58%— permitía un
respiro a los eurócratas al asegurar el futuro comunitario a medio plazo.
Tras la decisión
favorable de Irlanda, el Tratado de Lisboa entra en vigor el 1 de diciembre de
2009, lo que proporciona un nuevo marco jurídico y un impulso legal a la Unión,
con una clara hoja de ruta sobre la cual estructurar las necesidades y retos
del futuro.
La adhesión de Croacia en 2013, una de las repúblicas
que formaban la federación yugoslava, muestra el claro interés comunitario por la
continua expansión oriental.
Es por ello por lo
que países como Albania, Serbia, Montenegro o la antigua
Republica Yugoslava de Macedonia son cuatro de los
cinco candidatos oficiales a Estados miembros..
El candidato restante es Turquía, cuya aspiración de
acceder al club comunitario data de 1987 aunque las conversaciones sobre
la negociación comenzaron en 2005.
Este afán por ingresar en el club regional demuestra
que, a pesar del fracaso constitucional, la Unión Europea consiguió retomar el
proyecto comunitario con el Tratado de Lisboa y acallar las voces que auguraban
su deceso.
A pesar de ello, a la luz de los últimos
acontecimientos, muchos ciudadanos comunitarios comienzan a preguntarse de
nuevo si Europa vuelve a encontrarse sin rumbo, a la deriva en un océano de
incertidumbre,lastrada por el repliege nacionalista.
Un futuro europeo entre el fracaso y el éxito
El Tratado de
Lisboa no solo introdujo los elementos necesarios para asegurar la futura cohesión
de la Unión; también incluyó el componente necesario para su ruptura: el
artículo 50.El Tratado de Lisboa no solo introdujo los elementos necesarios
para asegurar la futura cohesión de la Unión; también incluyó el componente
necesario para su ruptura: el artículo 50.
Este precepto fue puesto en funcionamiento a petición
de Reino Unido, lo que ha abierto una crisis europea sin precedentes debido a
que las anteriores secesiones —Argelia, Groenlandia y San Bartolome— eran
territorios, no Estados de pleno derecho.
Pese al reciente compromiso entre socios comunitarios
y el Reino Unido, las negociaciones se plantean arduas, por lo que es difícil
predecir qué ocurrirá tras el cierre del capítulo del brexit.
El principal defensor de una refundación del proyecto
es el eje franco-aleman, donde cabe destacar el gran impulso de Macron como líder
europeo, en especial gracias a la mayoría parlamentaria en su país de origen.
El presidente galo aboga por la creación de un
ministro europeo de Finanzas, un presupuesto comunitario para la eurozona y un
organismo encargado de supervisar la política económica del
bloque.
Pese a diferencias internas entre ambos Estados,
Francia y Alemania están de acuerdo en la necesidad de reforma de la eurozona,
así como la obligación de compromiso activo con la Unión Europea —de especial
relevancia para el Partido Socialista Alemán al garantizar su apoyo a la
canciller.
Más allá de las grandes dudas que genera la llamada
del socialista alemán Martin Schulz construir los Estados Unidos de
Europa para 2025, lo cierto es que hasta ahora las fuerzas nacionalistas
euroescépticas, como el Frente Nacional o Alternativa para Alemania, no han
conseguido alcanzar el poder, lo que garantiza la supervivencia del proyecto
comunitario.
Las elecciones de Italia suponen un claro avance de
las políticas contrarias a una mayor integración, pero en un país caracterizado
por una alta inestabilidad política —64Gobiernos en 70 años— los
análisis políticos deben ser realizados con cautela.
70 años después de la CECA, el eje franco-alemán
resulta de nuevo indispensable para comprender el futuro de la Unión, así como
su convulso presente, que muestra la necesidad de un liderazgo sólido,
materializado por la buena sintonía de Macron y Merkel.
Con los apoyos del resto de países, puede llevar a la
progresiva construcción de una Unión Europea ensamblada en la que, con suerte,
los ciudadanos comunitarios se sientan representados e identificados.
Una Unión cada vez más federal, anclada de verdad en
los valores que la conforman y realmente unida en la diversidad con el firme
compromiso de alcanzar el sueño de unos Estados Unidos de Europa.
Álex Maroño.
Comentarios
Publicar un comentario