Catalunya y la disolvente Unión Europea
A
día de hoy, proliferan en las redes sociales y los artículos de opinión muchos
comentarios despectivos sobre la insolidaridad de la burguesía catalana y su
supremacismo al referirse a sus compatriotas españoles.
Sin
embargo, en este post no voy a tratar esta cuestión porque el tema de la
construcción nacional de la identidad catalana mediante el movimiento
intelectual conocido como noucentisme, que
hizo de la defensa de los valores clásicos de la burguesía una de sus señas de
identidad, me parece un asunto menor e insignificante ante la trascendencia de
los días que estamos viviendo no sólo para España, sino para el futuro de toda
la Unión Europea.
Sirva
esta advertencia como introducción del tema a debatir: la independencia de
Catalunya es un proceso provocado por la integración del régimen del 78 en la
Unión Europea, porque las dinámicas de la UE llevan a la disolución de los
Estados Nación.
Como
es lógico, cuánto peor sea el diseño institucional de un régimen, cuántos más
déficits democráticos tenga y cuánta más pluralidad interna tenga, antes
saltarán las costuras por dichas tensiones.
Esto
es, justamente, lo ocurrido en España.
Cuando
nuestras elites políticas se sumaron entusiásticamente a la UE sin ningún tipo
de debate público, controversia u oposición, no pensaron cuáles serían las
consecuencias de dirigir un país que renunciaba a su soberanía nacional.
Sin
soberanía monetaria y con la política fiscal encorsetada por Bruselas, el
margen para tomar decisiones políticas nacionales se reducía hasta la
insignificancia.
Con
una política exterior supeditada a la UE y los organismos internacionales, el
rumbo que tomase nuestra diplomacia tampoco podía ser objeto de debate o
cambios trascendentales.
Es
más, con el proceso de integración de los títulos universitarios, hasta la
educación ha devenido en campo de política nacional limitado.
Es
decir, en el Congreso se pueden tomar muy pocas decisiones que afecten a toda
la población, a toda la nación.
Nuestros
políticos no tienen interés en defender o tratar temas públicos que nos afecten
a todos, porque la política en sí misma se ha desvirtuado: la democracia se ha
recortado y su esfera de acción también, por lo tanto, el sentido de la nación
o de las políticas públicas también.
A
día de hoy, nuestros partidos políticos son delegados de los tecnócratas de
Bruselas que implementan sus reformas mientras Alemania lleva el timón del
continente.
Es
paradójico que este proceso de privatización del espacio de decisión pública
haya sido profusamente elogiado por una izquierda amante del cosmopolitismo de
restaurante exótico que ha visto en la superación del Estado Nación el fin del
racismo y las guerras mundiales sin preguntarse cómo íbamos a crear nuevos
mecanismos de solidaridad que no fueran nacionales.
Este
abandono de la Nación en su sentido democrático ha permitido que la extrema
derecha patrimonialice todos sus valores y, por eso mismo, sea la fuerza de
choque contra la UE ante una izquierda inerme y desorientada.
Sin
embargo, el establishment conservador
o liberal tampoco demostró una gran inquietud: no se preguntaron si la UE podía
derivar en un Imperio Alemán que disolviera a los Estados Nación europeos hasta
convertirlos en unidades más fragmentadas y débiles subsidiarias de su nueva
metrópolis.
No
parece que se preguntaran cómo pensaban adaptarse o adaptar sus nuevos países a
la realidad que la globalización estaba configurando para ellos ni que,
realmente, sintieran que la posibilidad de su quiebra o colapso fuera real.
Supongo
que, como siempre han vivido de los contactos y de los enchufes, saben que de
algún modo se amoldarán a lo que venga.
Asimismo,
tampoco analizaron con rigor y consistencia el encaje delregimen del 78 con las
nuevas instituciones europeas.
De
hecho, la absoluta chapuza que es la Constitución Española ha sido una
indulgente autocelebración narcisista e interminable de este régimen: sus
muchos defectos y contradicciones han sido superlativamente exaltadas como
muestras de nuestro ingenio, capacidad de improvisación, innovación…
Durante
décadas se ha hablado maravillas de nuestro Estado compuesto, nuestro sistema
casi federal, nuestro café para todos… no es sólo la falta de rubor que produce
este lenguaje baboso y masturbatorio, es que decir estupideces te hace
estúpido.
Tras
40 años conmemorando nuestra idiotez es normal que nuestra esfera pública no dé
más de sí.
El
régimen del 78 tiene un sistema fiscal disfuncional: las comunidades gastan
pero no recaudan, excepto el País Vasco y Navarra.
Eso
favorece la irresponsabilidad y el clientelismo porque la factura de esas
decisiones se paga entre todos y se diluyen las responsabilidades, mientras que
los beneficios de esas decisiones son directos y únicos.
No
hay mecanismos de fiscalización, porque no hay una autoridad federal que
funcione como árbitro.
No
hay una asignación de responsabilidades y funciones clara y nítida, no hay un
diseño institucional coherente.
Si
bien es cierto que esto se debe en parte a las presiones de los partidos nacionalistas,
el hecho cierto es que todos los partidos han vivido muy cómodos en este
contexto, porque su discrecionalidad y arbitrariedad les ha dado mucho margen
para negociar.
Ante
la imposibilidad de hacer política nacional impuesta por la integración en la
UE, han podido hacer este tipo de cambalaches.
Esta
dinámica ha terminado por configurar un mapa electoral en España en el que no
existe nada parecido a un partido nacional o transversal.
Los
partidos que son hegemónicos en un territorio, son marginales en otro.
No
hay un partido que deba responder ante los intereses o preocupaciones de los
ciudadanos de todos los territorios.
Si
bien todavía están segmentados por ideología, franja de edad o clase social,
dentro de las derechas y la izquierda se está produciendo una fragmentación
territorial que hace de los dos grandes partidos dos partidos territoriales que
defienden sus bastiones electorales, sus comunidades autonómicas clave para
ganar las elecciones.
Todos
los partidos defienden la financiación o la inversión en sus territorios clave
como política nacional frente a las demandas de otros partidos que representan
otros territorios.
Culpar
a los partidos nacionalistas de haber hecho esto es cínico, porque el PP y el
PSOE también lo han hecho hasta el punto de desaparecer de aquellos territorios
que no supieron representar o defender.
Mantener
la ficción de que hay partidos nacionales y
partidos nacionalistas es
cínico, al igual que creer que nacionalistas son los otros.
Todos
los partidos han practicado el pork barreling o el
acuerdo cerrado entre elites, porque esta es la dinámica del régimen del 78 y
la única opción que tenían.
Todos
son populistas e insolidarios y sería interesante preguntarse si, en realidad,
así somos la mayoría de nosotros.
De
hecho, resulta absurdo que el PP se haya erigido como defensor de la Nación
española cuando es un partido que ni tan siquiera existe en Navarra.
Cuando
ha intentado someter a Unión del Pueblo Navarro o cortar con ellos ha terminado
por ceder y volver a supeditarse a su línea política.
El
PP no existe en Navarra y, sin embargo, es el partido nacional por antonomasia.
Esto
debería propiciar la pregunta de cómo entienden los navarros su pertenencia a
España y cómo es posible que se dividan entre independentistas y nacionalistas
españoles que no quieren integrarse en un partido español y, obviamente, desean
preservar su concierto económico.
El
problema es que abordar estas cuestiones supone chocar con el carlismo, con el
nacionalcatoliscimo (o el nacionalismo del PP) y otras realidades que se
pretenden superadas y olvidadas, pero que cada vez que despertamos siguen ahí.
No
obstante, no parece que haya gran interés en abordar estas peliagudas
cuestiones.
Odiar
a los catalanes es más cómodo y fácil y te ahorra tener que analizar la
realidad de tu país.
Creer
que son unos burgueses racistas e insolidarios te da unas explicaciones más
reconfortantes y, además, en este país odiar mola.
Durante
el franquismo era la cultura oficial: odio al rojo separatista.
Por
otra parte, tratar estos temas exige entender qué es la globalización y cómo
funciona la UE.
Exige
conocer el trilema de Rodrik (El trilema de Rodrick o también llamado el trilema
imposible señala que es imposible conseguir al mismo tiempo, la globalizacion económica,
la democracia política y la soberanía nacional. Las tres opciones
simultáneas son incompatibles por lo que nos veremos obligados a escoger sólo
dos de ellas); y entender las disyuntivas que afrontamos:
no podemos estar en el Euro y ser un Estado Nación democrático.
Las
tres cosas no son posibles: si estamos en el Euro, deberemos dejar de ser un
Estado Nación tradicional o una democracia.
Si
optamos por la democracia, nuestro estado perderá competencias y poderes y
quedará reducido a un micro estado o una gran ciudad Estado que será protegida
y tutelada en sus relaciones exteriores por una nueva metrópolis imperial, en
este caso Berlín.
Los
privilegiados miembros de esta comunidad tendrán servicios y un buen nivel de
vida, pero vivirán rodeados por metecos sin derechos, inmigrantes que quedarán
fuera del sistema y serán ciudadanos de segunda o tercera categoría.
Por
el contrario, si queremos conservar los poderes clásicos del Estado, la
imposibilidad de atender y encauzar las demandas de la población, harán que la
fuerza del Estado se dirija contra sus propios conciudadanos para garantizar el
orden.
El
estado se volverá autoritario y no democrático, podrá ser paternalista y
proveer a sus habitantes de cierta protección social, pero el Estado y sus
elites decidirán cómo hacerlo sin someter estas cuestiones al refrendo popular.
Básicamente,
el tema de fondo que están discutiendo los catalanes es cómo salir del trilema de
Rodrick.
Que
el resto de los españoles no sé dé cuenta de qué está en juego o sean incapaces
de entender que se está decidiendo aquí me sorprende.
Carlos Sirera
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