La dignidad de Catalunya
Después de casi tres años de lenta deliberación y de continuos escarceos
tácticos que han dañado su cohesión y han erosionado su prestigio, el Tribunal
Constitucional puede estar a punto de emitir sentencia sobre el Estatut
de Catalunya, promulgado el 20 de julio del 2006 por el jefe del Estado, rey
Juan Carlos, con el siguiente encabezamiento: "Sabed: Que las Cortes
Generales han aprobado, los ciudadanos de Catalunya han ratificado en referéndum y
Yo vengo en sancionar la siguiente ley orgánica".
Será la primera vez desde la restauración democrática de 1977 que el Alto
Tribunal se pronuncia sobre una ley fundamental refrendada por los electores.
La expectación es alta.
La expectación es alta y la inquietud no es escasa ante la evidencia de que
el Tribunal Constitucional ha sido empujado por los acontecimientos a actuar
como una cuarta cámara, confrontada con el Parlament de Catalunya,
las Cortes Generales y la voluntad ciudadana libremente expresada en
las urnas.
Repetimos, se trata de una situación inédita en democracia.
Hay, sin embargo, más motivos de preocupación.
De los doce magistrados que componen el tribunal, sólo diez podrán emitir
sentencia, ya que uno de ellos (Pablo Pérez Tremps) se halla recusado tras una
espesa maniobra claramente orientada a modificar los equilibrios del debate, y
otro (Roberto García-Calvo) ha fallecido.
De los diez jueces con derecho a voto, cuatro siguen en el cargo después
del vencimiento de su mandato, como consecuencia del sórdido desacuerdo entre
el Gobierno y la oposición sobre la renovación de un organismo definido
recientemente por José Luis Rodríguez Zapatero como el "corazón
de la democracia".
Un corazón con las válvulas obturadas, ya que sólo la mitad de sus
integrantes se hallan hoy libres de percance o de prórroga.
Esta es la corte de casación que está a punto de decidir sobre el Estatut
de Catalunya.
Por respeto al tribunal –un respeto sin duda superior al que en diversas
ocasiones este se ha mostrado a sí mismo– no haremos mayor alusión a las causas
del retraso en la sentencia.
La definición de Catalunya como nación en el preámbulo del
Estatut, con la consiguiente emanación de "símbolos nacionales"
(¿acaso no reconoce la Constitución, en su artículo 2, una España integrada por
regiones y nacionalidades?); el derecho y el deber de conocer la lengua
catalana; la articulación del Poder Judicial en Catalunya, y las relaciones
entre el Estado y la Generalitat son, entre otros, los puntos de fricción más
evidentes del debate, a tenor de las versiones del mismo, toda vez que una
parte significativa del tribunal parece estar optando por posiciones
irreductibles.
Hay quien vuelve a soñar con cirugías de hierro que cercenen de raíz la
complejidad española. Esta podría ser, lamentablemente, la piedra de toque de
la sentencia.
No nos confundamos, el dilema real es avance o retroceso; aceptación de la
madurez democrática de una España plural, o el bloqueo de esta.
No sólo están en juego este o aquel artículo, está en juego la propia
dinámica constitucional: el espíritu de 1977, que hizo posible la pacífica
transición.
Hay motivos serios para la preocupación, ya que podría estar madurando una
maniobra para transformar la sentencia sobre el Estatut en un verdadero cerrojazo
institucional.
Un enroque contrario a la virtud máxima de la Constitución, que no es otra
que su carácter abierto e integrador.
El Tribunal Constitucional, por consiguiente, no va a decidir únicamente
sobre el pleito interpuesto por el Partido Popular contra una ley orgánica del
Estado (un PP que ahora se reaproxima a la sociedad catalana con discursos
constructivos y actitudes zalameras).
El Alto Tribunal va a decidir sobre la dimensión real del marco de
convivencia español, es decir, sobre el más importante legado que los
ciudadanos que vivieron y protagonizaron el cambio de régimen a finales de los
años setenta transmitirán a las jóvenes generaciones, educadas en libertad,
plenamente insertas en la compleja supranacionalidad europea y confrontadas a
los retos de una globalización que relativiza las costuras más rígidas del
viejo Estado nación.
Están en juego los pactos profundos que han hecho posible los treinta años
más virtuosos de la historia de España.
Y llegados a este punto es imprescindible recordar uno de los principios
vertebrales de nuestro sistema jurídico, de raíz romana: Pacta sunt
servanda.
Lo pactado obliga.
Hay preocupación en Catalunya y es preciso que toda España lo sepa.
Hay algo más que preocupación.
Hay un creciente hartazgo por tener que soportar la mirada airada de
quienes siguen percibiendo la identidad catalana (instituciones, estructura
económica, idioma y tradición cultural) como el defecto de fabricación que
impide a España alcanzar una soñada e imposible uniformidad.
Los catalanes pagan sus impuestos (sin privilegio foral); contribuyen con
su esfuerzo a la transferencia de rentas a la España más pobre; afrontan la
internacionalización económica sin los cuantiosos beneficios de la capitalidad
del Estado; hablan una lengua con mayor fuelle demográfico que el de varios
idiomas oficiales en la Unión Europea, una lengua que en vez de ser amada,
resulta sometida tantas veces a obsesivo escrutinio por parte del españolismo
oficial, y acatan las leyes, por supuesto, sin renunciar a su pacífica y
probada capacidad de aguante cívico.
Estos días, los catalanes piensan, ante todo, en su dignidad; conviene que
se sepa.
Estamos en vísperas de una resolución muy importante.
Esperamos que el Tribunal Constitucional decida atendiendo a las
circunstancias específicas del asunto que tiene entre manos –que no es otro que
la demanda de mejora del autogobierno de un viejo pueblo europeo–, recordando
que no existe la justicia absoluta sino sólo la justicia del caso concreto,
razón por la que la virtud jurídica por excelencia es la prudencia.
Volvemos a recordarlo: el Estatut es fruto de un doble pacto político
sometido a referéndum.
Que nadie se confunda, ni malinterprete las inevitables contradicciones de la Catalunya actual.
Que nadie se confunda, ni malinterprete las inevitables contradicciones de la Catalunya actual.
Que nadie yerre el diagnóstico, por muchos que sean los problemas, las
desafecciones y los sinsabores.
No estamos ante una sociedad débil, postrada y dispuesta a asistir
impasible al menoscabo de su dignidad.
No deseamos presuponer un desenlace negativo y confiamos en la probidad de
los jueces, pero nadie que conozca Catalunya pondrá en duda que el
reconocimiento de la identidad, la mejora del autogobierno, la obtención de una
financiación justa y un salto cualitativo en la gestión de las infraestructuras
son y seguirán siendo reclamaciones tenazmente planteadas con un amplísimo
apoyo político y social.
Si es necesario, la solidaridad catalana volverá a articular la legítima
respuesta de una sociedad responsable
28/06/2010
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