Que quieren a Barrabás
Cuantas más horas pasan más cara de
Barrabás se le pone a M. Rajoy.
Los medios de Madrid le aclaman
satisfechos, enfervorizados, embobados, “Barrabás, Barrabás, queremos a
Barrabás”.
También se oye la inevitable proclama
tradicional de “Vivan las caenas” que bien podría resumir el tiempo político
español de hoy y de siempre.
Ahora ya están contentos, ahora ya
tienen encarcelado a Carles el Atrevido, ya pueden volver a a escupir otra vez
contra Carles el Molesto, el Terco, contra el Príncipe Valiente, ya se ceban de
nuevo contra el presidente de todo un pueblo cuando no se puede defender,
contra el Astérix de los ciudadanos descontentos, de los disconformes, de los
independentistas, contra el buen líder de los catalanes.
Y no, Carles Puigdemont no es un
político.
Si entendemos que un político deba ser
un personaje vacilante sin principios ni moral como Enric Millo o Ramon
Espadaler —los democristianos siempre son los mejores imitadores de Giulio
Andreotti— o un mero delegado de sucursal bancaria como Miquel Iceta, como
Xavier Domènech , como Xavier García Albiol, tan dóciles y tan buenos
comulgantes con ruedas de molino.
En toda Europa, en todo el mundo
democrático, pasa lo mismo con los políticos profesionales, con los que viven
tan bien de la política, con los que viven estupendamente de sus promesas
incumplidas.
Son personas grises que han perdido
toda esperanza en un mundo mejor, dentro de sus corazones les resuena el verso
de Dante, poderoso: “Lasciate
ogni speranza, voi ch’entrate” (dejad toda esperanza, los que
entráis).
Para no quedar en evidencia hacen
cualquier cosa para deshacerse de los incautos que tienen un compromiso con los
electores, de los políticos ocasionales que solo ocupan cargos para llevar a
cabo un mandato popular.
Tales como el simpático periodista de
Amer, Carles Puigdemont, que fue votado, primero como diputado y luego como
presidente, para llevar a Catalunya hasta la independencia.
Es el independentista que besó la
bandera española.
Los que van de listillos no le pueden
tragar, los que dicen que saben cómo funciona el mundo se ríen de él, los
mediocres, los miserables, no le tienen ningún respeto.
Pero el hecho es que España cada día
es más una prisión y Cataluña es un ideal, una fuerza de emancipación
democrática, republicana.
Un proyecto vivo, determinado en la
mejora de toda la sociedad.
Una fuerza indestructible porque es
una causa legítima y mayoritaria en la sociedad catalana.
La vida es muy larga y da muchas
vueltas, por si no se habían enterado.
Si Angela Merkel en 2015 hizo llorar a
una niña refugiada palestina diciéndole, sin necesidad, que la echaría del
país, ¿qué no hará con Carles Puigdemont, con el catalán molesto?
Merkel pertenece a estas personas que
prefieren obedecer un reglamento que gestionar la complejidad de la vida
imprevisible, que prefieren hacer política económica que hacer, sencillamente,
política.
Cuando la empatía humana, cuando la
iniciativa política, son nebulosas difíciles de gestionar siempre es más
fácil refugiarse en las leyes que no lo prevén todo, limitarse a las recetas de
cocina que no siempre matan el hambre.
Decía el barón de Montesquieu que “no
hay ninguna tiranía más cruel que la que se ejerce a la sombra de las leyes y
con los colores de la justicia”.
Estaría muy bien que los partidarios
del statu quo prefirieran a Barrabás y continuaran crucificando a los
disidentes, a los presidentes, a los raperos, a los mecánicos, a los
periodistas.
Estaría muy bien si no fuera que la
democracia que tenemos se ha convertido en una pantomima, en un engaño.
Si no fuera que nuestra sociedad
avanzada, del primer mundo, libre y no sé cuántas cosas más, nos hace morir de
vergüenza.
Jordi Galves
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