El otro 155: deshonor y humillación
Los
optimistas creen, en su infinita ingenuidad o engañados por sus deseos, que el
conflicto catalán se reconducirá en poco tiempo, una vez curadas las heridas de
la convivencia, con un Goven más realista y a partir de una mayor sensibilidad
en España hacia las demandas de Catalunya.
No
han entendido nada. Puede que los efectos demoledores de la aplicación del
artículo 155 de la Constitución para someter la rebeldía independentista se
olviden tras las elecciones del día de Santo Tomás y una vez se restauren los
poderes autonómicos.
Ese
dolor pasará, porque para una mayoría social el actual autogobierno tiene un
escaso valor, por cuanto lo conciben como una institucionalización del pasado,
subrogada a un Estado que aspiran a superar.
La
frontera entre españoles y catalanes no la ha marcado esta norma abusiva e
ignominiosa, sino el otro 155, el invisible: el escarnio y la violencia
emocional ejercida en varios frentes contra la ciudadanía, incluida la parte
que no simpatiza con la causa soberanista.
Hay algo de programado y un poco de
improvisado en las acciones del 155 emocional. Estaba prevista la catarata de
desprecios sobre Catalunya, papel que ha recaído en los medios de comunicación
y específicamente en las cadenas de televisión, así como en las redes sociales.
Ni Euskadi recibió tanta humillación,
insultos, vejaciones, descalificaciones y ultrajes durante los largos años de
la violencia terrorista, de la que nos hacían responsables a los vascos, sus
gobernantes e instituciones.
Recordamos y sufrimos aquella marejada de
odio verbal y moral, a menudo insoportable, y aún aguantamos un plus de saña
cuando el lehendakari Ibarretxe y la mayoría del Parlamento de Gasteiz se
atrevió a llevar a Madrid un plan aproximado a una propuesta confederal,
moderada y razonable. Pero aquello lo supera hoy con creces el calvario
catalán.
LA IGNOMINIA EN
MARCHA
Lo que se dice y maldice de los catalanes en
los medios de comunicación del Estado español es pura degradación.
Este torrente ignominioso tiene dos
versiones. La primera es la más elemental y obvia, la del exabrupto directo y
sin concesiones, como cuando Ana Rosa Quintana llama “mamarracho” a Oriol
Junqueras o cuando Eduardo Inda manifiesta su odio radical y dice que el
president Puigdemont “es un mierda”.
Los agravios son imparables. Son muchos los
tertulianos y convocados a los platós, las emisoras de radio y el papel prensa
para la ofensiva de la mofa, sin que, al menos por compensación o incluso por
estética, haya los suficientes comentaristas para denunciar la guerra sucia de
la injuria, ideada en La Moncloa y articulada como un coro hostil de imprecaciones.
La segunda versión del oprobio mediático es
la manipulación informativa que se desarrolla en noticias, editoriales y
artículos de opinión.
Se ha elaborado un repertorio anticatalán
para que haya cierta unanimidad en las palabras básicas, como es pertinente en
las clásicas acciones de desprestigio y destrucción del enemigo común: desafío
independentista, referéndum ilegal, golpe de Estado, cobardes, adoctrinamiento…
Vale que las opiniones particulares tengan su
cuota de maltrato contra los líderes del independentismo, porque hay mucho
francotirador paniaguado;pero que este mismo criterio de demolición se vuelque
en las noticias y los editoriales, en las primeras páginas, da idea de hasta
qué punto España y sus herramientas informativas han perdido la decencia y
están en caída libre hacia el bochorno y comprometidos en un proceso de
humillación y deshonra del pueblo catalán sin límites éticos.
La aplicación del 155 de la
vergüenza se ha depositado con especial encono en tres símbolos: Carles
Puigdemont, Oriol Junqueras y Carme Forcadell.
HUMILLADOS POR
DEFENDERSE
Con la sospechosa unanimidad de las campañas
prefabricadas, el legítimo president de la Generalitat ha sido despiadadamente
tildado de cobarde.
A los españoles, lo de la honra de campanario
y milicia les viene de lejos, bien representada por Calderón de la Barca y
otros autores de la hipocresía, de manera que la sospecha de deshonor es la
peor acusación posible, como una muerte en vida.
Esta medieval afrenta es la que se ha
adjudicado a Puigdemont para que no saliera vivo de su audaz exilio belga. Se
le pedía al político destituido que, como el almirante de la honra sin barcos,
tan grotesco, se dejara detener y encarcelar y pagase con la cárcel y la pena
de telediario su desafecto con España.
Es decir, que se inmolara, no ya para ser
digno a ojos de la España nostálgica del imperio, sino para comportarse como un
castellano antiguo, sumiso y rancio.
Y no, Puigdemont y los consejeros que le
acompañan se defienden de la tiranía constitucional usando los instrumentos que
tienen a su alcance, jurídicos, diplomáticos y de relato. ¡Pues no faltaba más!
No
existe nada más digno que defender la libertad y la razón desde la legitimidad
democrática.
A Oriol Junqueras le están
machacando. Tras optar por quedarse y asumir el sacrificio de la prisión
injusta, con el acompañamiento de las vejaciones judiciales y policiales ya
conocidas, se le intenta pulverizar política y personalmente en los medios,
quizás porque, según las encuestas, se le presume como virtual president tras
el 21-D. Antes de eso, tiene que
ser debidamente arrasado.
Un periódico, de los más papistas que el
Papa, decía del vicepresidente legítimo que era el único de los políticos
catalanes presos que usaba “ropa carcelaria”, como sugiriendo el traje de rayas
de las películas y hasta el gorrito.
De estas burlas canallas se nutre el otro 155
para ejecutar su tarea de exterminio moral.
No sé si por ser mujer o
por su personalidad de apariencia frágil y propensa a la emotividad, Carme
Forcadell es una pieza de especial deleite para el odio desatado en España.
Como Puigdemont, la presidenta del Parlament
ha hecho uso de una estrategia eficaz de defensa, lejos del calderoniano
recurso a la inmolación y la falsa honra hispana.
Y en su declaración ha dicho lo justo para no
dar facilidades al sistema judicial que ilícitamente le somete a una pantomima
de proceso. Nada tiene que ver la grandeza de la causa independentista con el
modo de enfocar sus derechos.
Si hiciera falta teatralizar para despreciar
a un tribunal tramposo, yo también lo haría. Y prometería el acatamiento
constitucional y aún hacerme socio del Real Madrid.
Forcadell no tiene por qué expiar ninguna
culpa y tiene pleno derecho a calcular sus palabras contra un modelo de
justicia abusivo, como lo haría una persona cabal frente a un tribunal nazi.
Y, sin embargo, se la presenta como cobarde,
deshonrosa, traidora, no tanto para enemistarla con los seguidores del ideal
independentista, como para humillarla con los españoles que asisten al
espectáculo de una decapitación pública.
Forcadell es tan señora y política digna
tanto si declara su acatamiento constitucional, como si reniega de la
legalidad, a conveniencia, porque está en clara desventaja en un sumario
fraudulento. Tiene la admiración de quienes no se dejan engañar y escapan de la
invitación al ensañamiento.
También la espantada de
empresas de Catalunya hacia diversas ciudades del Estado, mediante el cambio de
sede social, es parte integrante de este 155 humillante.
Se trata de un castigo colectivo, que
perjudica por igual a independentistas y a quienes no lo son. Es un escarmiento
general por la osadía de ejercitar la libertad y es, además, un aviso a
navegantes.
Estamos advertidos del precio de la
democracia. Es de lo peor de la estrategia de vejación anticatalana y
posiblemente acarrea los estragos más duraderos, porque muchas de las empresas
huidas no regresarán a cambio del favor de los españoles vengativos.
Con la sistemática
aplicación del 155 ofensivo, Catalunya se carga de razones y emociones para
salir cuando pueda de un país gobernado por miserables, capaces de lo peor,
desde la fuerza legal al chantaje económico y la cárcel.
Ese futuro no está muy lejos,
porque España ha llevado su ignominia demasiado lejos.
Jose Ramon Blazquez
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