Trump, el gobierno de Italia y la Union Europea, contra Francesca Albanese
El
gobierno de Italia, en vez de protegerla, se manifiesta públicamente contra
ella, en parte por el oportunismo de congraciarse con Donald Trump, en parte
por simple espíritu de sumisión hacia un poder abrumador.
Y la Unión Europea se envuelve en
las habituales vaguedades para claudicar una vez más de los valores
fundamentales que justifican su existencia: ahora sabemos que un poder
extranjero puede impunemente despojar de sus derechos a una ciudadana de
Europa.
Francesca
Albanese tiene una de esas caras italianas en las que la desmesura de los
rasgos — la nariz grande, la boca grande, las gafas enormes— favorecen la
belleza en vez de malograrla.
Con su aire de inteligencia y de
coraje, se ha enfrentado a los poderes mayores que hoy rigen el mundo, y
también al Gobierno ultra de su país, que como tantos de otros formados por
patriotas de extrema derecha, compite en la bajeza por adular a Donald Trump.
Albanese, ciudadana de un país
soberano y de la Unión Europea, vive ahora en Túnez, pero no ha podido escapar
al castigo o más bien la venganza de Estados Unidos, que la acusan oficialmente
de "amenaza para la economía global"
y "antisemitismo descarado".
La lejanía no la salva de nada.
No puede tener una cuenta, ni una tarjeta de crédito, ni recibir
transferencias, ni donaciones, ni sueldo, ni comprar un billete de avión por
internet. Su cuenta bancaria y su apartamento en Nueva York están embargados.
Cualquiera que trate con ella
está en peligro de ser sancionado. El gobierno americano la somete al mismo
trato que a los terroristas y delincuentes internacionales; y que a los jueces
del tribunal internacional de la Haya que han dado orden de detención contra
Netanyahu y uno de esos ministros de su gobierno que abogan sin disimulo por el
exterminio de la población palestina.
La
vida nunca ha sido fácil para los disidentes de las tiranías, ni siquiera
cuando han creído ponerse a salvo en el exilio. Desde su expulsión de la URSS
en 1929, Leon Trotski vivió en una huida perpetua, de un país a otro, de
Turquía a Francia y luego a México, rastreado siempre por los agentes de
Stalin.
Un hijo suyo fue asesinado en
París. Un comunista español, Ramón Mercader, se las arregló para infiltrarse en
su círculo más estrecho, en su casa fortificada de Coyoacán, y lo asesinó por
fin al cabo de once años de persecución sin respiro.
Para
el KGB, la cacería de Trotski requirió un esfuerzo humano y financiero
prolongado durante más de una década. Las tecnologías del espionaje y
liquidación de enemigos eran implacables, pero también rudimentarias.
Había que colarse en viviendas
particulares para instalar cables y micrófonos fácilmente detectables, en
aparatos de teléfono que estaban fijos en una sola habitación. A los disidentes
les bastaba con reunirse a charlar o a leer textos prohibidos en la cocina de
un apartamento para no ser escuchados.
Hacían
falta decenas de esbirros turnándose para vigilar una casa, seguir a alguien
por la calle, en el tren, en territorios extranjeros, con las consiguientes
dificultades de logística y dominio de idiomas.
Como
en tantas otras actividades, el progreso ha traído grandes ventajas para los
espías y los verdugos de los déspotas. En el mundo de Google Earth y de las
vigilancias electrónicas masivas ya no queda un lugar donde esconderse.
No hay asilo político que lo
ponga a uno a salvo de la persecución. Hay utopías que se hacen reales. El
sueño de control total de Stalin y Mao solo se ha cumplido en nuestro tiempo.
Un
disidente o desertor ruso que se esconde con nombre falso en una pequeña ciudad
inglesa será descubierto y envenenado con polonio. Hasta las profundidades del
Medio Oeste americano puede llegar un sicario enviado por el gobierno chino
para ejecutar a un exiliado.
A aquel piloto ruso que desertó
con su helicóptero en el frente de Ucrania no le sirvió de nada esconderse en
un apartamento idéntico a otros miles en una urbanización anónima, en la costa
de Alicante.
No
hay que hacer grandes gastos en viajes internacionales, en vigilancias
agotadoras de entradas y salidas. Basta seguir el rastro electrónico continuo
que a cada momento va dejando cada uno de nosotros.
Los alegres muchachos de Silicon
Valley, con sus sudaderas de estudiantes envejecidos y sus montañas
inconcebibles de dinero, además de robarnos, con nuestra ferviente
aquiescencia, hasta el rincón más ínfimo de nuestra intimidad, también
colaboran activamente con los aspirantes a déspotas y con los déspotas
encallecidos para establecer no aquel universo risueño de fraternidad
tecnológica que prometían sus primeros gurús, sino una vasta tiranía capaz de
espiar y controlar hasta aquel último refugio que ni Stalin ni Mac pudieron
vulnerar, el secreto de la conciencia personal.
Pero esa omnipotencia no necesita
solo de instrumentos tecnológicos de última generación: también de algo tan
antiguo, incluso primitivo, como la propensión humana a la cobardía y al
servilismo.
Francesca
Albanese es ciudadana de Italia y de Europa, el continente que al parecer sigue
siendo una isla de libertades en el océano de las oligarquías y las dictaduras.
Ya
no basta, para sentirse a salvo, con no volver a someterse al capricho de un
arrogante oficial de Inmigración al llegar a un aeropuerto americano.
Ahora
habrá que ponerse en guardia la próxima vez que le falle a uno la tarjeta.
Antonio Muñoz Molina

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