¿’Quo vadis’, Barcelona?


 Los catalanes hacen cosas” sí, pero da la sensación de que piensan únicamente en sí mismos

Quiero empezar citando al último gran exponente de la más ilustre (y ya vetusta) escuela de pensamiento político de nuestra Península: la Escuela Gallega. “Los catalanes hacen cosas”.

Una frase sencilla, más sofisticada de lo que parece y profunda en su ambigüedad brumosa a ras del agua en las rías del Atlántico. Pura niebla.

Sin “meterse en política” (o metiéndose demasiado) el autor no nos deja claro si en Catalunya se hacen muchas o pocas cosas. Algo harán. Pero desde luego la frase da pie a pensar que ya no es fácil entender bien lo que hacen. Vaya enredo.

Y aunque es cierto que algo hacen, el editor de este medio me pide madrileñismo de meseta, así que toca reformular al sabio de Pontevedra con la sequedad que otorgan los 600 metros sobre el nivel del mar: sabemos que los catalanes hacen cosas, pero cuesta entender el qué y, sobre todo, para qué.

Los catalanes montan cosas (aunque cada vez menos), hacen algunas cosas (aunque cada vez sean más performáticas) y piensan cosas, aunque cada vez nos interesen menos porque no aportan tanto valor como deberían.

Su peso relativo lleva décadas estancado o en retroceso.

Ustedes tienen un problema y no se llama 3%, se llama competencia y talento. A Barcelona le crecen los enanos y  su competencia nacional e internacional aumenta en un contexto donde se avecinan nubarrones en el horizonte y ésto es muy peligroso.

El problema de Barcelona no hay que buscarlo en Madrid sino en el corazón de su sistema. El “sistema Barcelona” arrastra desde la crisis del petróleo de los años 70 un paulatino declive industrial que ha desestructurado su razón de ser.

El modelo está muerto y las frases manidas como “reinventarse” se nos quedan cortas para entender el reto que tenemos por delante si queremos que la ciudad no acabe en 30 años en un escenario parecido al de Marsella, Génova o Nápoles.

Ciudades cuya esencia cosmopolita y comercial en torno a un gran puerto internacional desapareció hace tiempo, y donde sus habitantes viven ensimismados en el escenario de lo que alguna vez fue una ciudad pujante que marcaba el ritmo y la agenda de sus países.

Viven en el teatro de una ciudad que ha muerto.

En una ficción. Ese no es hoy el escenario de Barcelona, pero muchos lo otean en el horizonte y los nervios de la década pasada fueron buena prueba de ello.

Estas cosas tardan en notarse, pero el infarto sucedió hace 40 años. El corazón se ha parado y todos los intentos de reanimarlo: Olimpiadas, Fórum, Estatut, Procés… han fracasado. Si secesionarse unos segundos fue el último proyecto de país, parece que ahora la receta generalizada es expulsar a los de fuera.

Sin embargo, tanto pretender salir uno mismo como sacar a los demás, supondrá otro fracaso. Salvador Illa vino hace seis meses a Madrid a hablarnos de “un modelo de prosperidad compartida”, pero para que eso sea algo más que un eslogan, la única opción realista que queda es el trasplante.

Reinventarse, ser la Dinamarca del sur, la Holanda del Mediterráneo, la Singapur europea…

Son propuestas lampedusianas, que evitan a propósito un diagnóstico correcto, porque a algunos les podría doler más el remedio que la enfermedad, dejando fuera de juego a muchos de los que no saben hacer otra cosa más que lo que han hecho toda la vida.

 

El Estado Español, desde sus despachos y cenáculos madrileños fue, en buena medida, el principal valedor de la eclosión económica de Barcelona

Sin embargo, el peligro de no diagnosticar adecuadamente y de seguir haciendo lo mismo de siempre (aunque sea de otras maneras), es que los resultados serán los mismos. Y hay que temer a quienes les compensa que se hunda el barco mientras tengan asegurada una plaza en el bote salvavidas.

Como ocurre con los políticos madrileños que apuestan por organizar olimpiadas y wonderful café con leche, todas estas boutades tienen algo de necrofilia. No buscan un diagnóstico sincero. Piensan en cada ocasión que, esta vez sí, los resultados serán diferentes. No lo serán, y el menú que ofrezca el restaurante irá reduciéndose a más velocidad que el Pedro Ximénez a no ser que aumente el nivel de talento lo suficiente para plantear una estrategia inteligente y acorde a la realidad de un siglo XXI que se nos está poniendo muy en contra.

Aunque a alguno le moleste, para encontrar un diagnóstico válido hay que partir de la base de que la historia de la Barcelona actual no es una historia milenaria.

Con las justas tiene siglo y medio y está íntimamente relacionada con las distintas leyes arancelarias de los siglos XIX y XX. Desde los aranceles Cánovas (1891) y el todavía más restrictivo Arancel Cambó (1922), el modelo industrial catalán ha sido un yonki de las tasas que le protegían de la competencia extranjera. No se puede entender la arquitectura que la burguesía pudo contratarle a Gaudí y Puig i Cadafalch, sin ser conscientes de que ese grado de concentración de riqueza en muy pocas familias se debía a un mercado peninsular cautivo, puesto en marcha desde el Estado y que se mantuvo vigente durante ochenta años.

Hoy se necesitan líneas maestras porque Europa es un barco que cada vez hace más aguas, y ya hemos entrado en la tormenta de un orden internacional que se desmorona.

¿Habrá botes salvavidas para todos? ¿Alguien firmaría hoy que la Unión Europea seguirá siendo lo que es hoy en 2050? ¿Estamos seguros de que no veremos al proteccionismo regresar al interior de Europa como ya hacemos (por la fuerza) de cara a China y Estados Unidos?

De hecho, ironías de la vida, aquel acuerdo de 1970 para abrir nuestro mercado fue la gran aportación del Cercle d’Economia y supuso, en gran medida, la detonación de la estructura legal y económica que sustentaba el modelo de desarrollo económico de Barcelona. Porque hasta la firma del acuerdo Comercial Preferencial con la Comunidad Económica Europea (CEE) de 1970, que redujo aranceles y eliminó obstáculos comerciales antes de la adhesión a las Comunidades Europeas en 1986, desde mediados del siglo XIX la política económica del Estado estuvo orientada a maximizar beneficios en los principales polos de desarrollo.

Sí, el Estado Español, desde sus despachos y cenáculos madrileños fue, en buena medida, el principal valedor de la eclosión económica de Barcelona y Bilbao a costa de convertir al resto de España en una especie de colonia interior…

Todo esto terminó en la década de 1970. Luego, ¡oh paradoja!, fue el acceso a la autonomía y el “café para todos” el que ha permitido al resto de España independizarse de una Catalunya cuyo modelo económico drenaba los recursos materiales y humanos del resto.

El centralismo siempre le vino bien a Barcelona.

Mi abuelo, un comerciante del sector de la iluminación de edificios, me lo explicaba de forma muy clara “desde que tenemos polígonos industriales y dejamos de ir a Barcelona a comprarlo todo, hasta los clavos, en Catalunya no dejan de protestar”.

La liberación del “café para todos” y la entrada masiva de la competencia industrial francesa, alemana, británica e italiana en 1986 le dieron la puntilla al modelo de cautividad de un sistema productivo que se había concebido desde la adicción al arancel. Esto lo entendieron Maragall y Pujol perfectamente.

A finales de los 80, Catalunya seguía teniendo el capital económico y humano para acometer a tiempo la reforma hacia una economía global y netamente de servicios. Y ambos pusieron en marcha las medidas para hacerlo posible. El primero, con un proyecto de transformación funcional de Barcelona, usando como excusa las Olimpiadas.

El segundo, utilizando la política lingüística como un arancel encubierto que subía las barreras de entrada al sistema barcelonés a los profesionales de fuera, mientras permitía a los propios competir en el resto de España y Europa en igualdad de condiciones.

“A Barcelona le crecen los enanos en un contexto donde se avecinan nubarrones en el horizonte

No es que los profesionales del resto del país fuesen peores, simplemente tenían muchos menos recursos y más competencia. Los catalanes “hacían cosas” con mucho más presupuesto y con un ecosistema propio en Barcelona.

Y ahora también “hacían cosas” en los incipientes ecosistemas de los demás. Pero todos sabemos que después de un primer momento de subidón económico, las recetas arancelarias suelen cobrarse facturas muy caras. Han pasado 40 años y la inercia hace tiempo que se agotó.

Los demás también hemos aprendido a hacer cosas y, ni vivir de las rentas de un pasado pujante, ni apostar por un modelo que continúe en esa dirección del “de lo mío todo y de lo tuyo todo lo que pueda” cambiarán los resultados por mucho que algunos vean en la financiación singular la respuesta a sus descuadres de gasto público.

Como ocurre con la foral Euskadi, apostar por el continuismo hará que los problemas estructurales y el estancamiento también continúen.

Barcelona aún tiene capacidad de sobra para evolucionar (como ya hace) y cambiar el motor. En pleno proceso de transformación, la ciudad cuenta con el principal ecosistema de startups de España y el quinto ecosistema de la UE, complementados por buenas escuelas de negocio y jóvenes con conocimiento y capital para arriesgar.

Es la segunda ciudad a nivel mundial en el creciente sector de los videojuegos. Ocupa el primer puesto europeo en industria farmacéutica (tercero a nivel mundial) y el segundo puesto europeo en tecnología sanitaria.

Pero su competencia nacional e internacional aumenta. Como decía al principio, a Barcelona le crecen los enanos en un contexto donde se avecinan nubarrones en el horizonte y ésto es muy peligroso.

Aunque aún las supera, compite en el sector tecnológico con ciudades como Praga, Varsovia o Tallín, sí, Tallín…

Ciudades que también son centros tecnológicos emergentes en Europa. No son en muchos casos tan grandes —en términos absolutos— como Barcelona, pero tienen un crecimiento fuerte, especializaciones interesantes, y ventajas competitivas (costes, talento local, posición geográfica) que los convierten en competidores reales en el mercado europeo tech. No hay un Revolut barcelonés.

Su puerto compite con los de Trieste, Génova y Marsella, mucho más cercanos al corazón europeo en la Blue Banana, y su volumen de movimiento es inferior al de Algeciras y Valencia (el puerto de Madrid).

De hecho, el escepticismo histórico de Valencia respecto a su conexión con Barcelona se debe a que sus ecosistemas y fuertes económicos no se complementan bien: puerto, turismo, banca, industria del automóvil. Compiten en un juego de suma cero en los mismos sectores.

“Toca huir de los proyectos que aspiran al ensimismamiento

Ocurre lo mismo con Zaragoza y Palma. En las pasadas elecciones municipales, Xavier Trias hablaba de convertir a Barcelona en el hub logístico de la península ibérica… ¿Quería comerse a la capital de Aragón? ¿Llegó siquiera a pensar en ella? ¿Y qué ocurre con Palma? ¿Tan rápido se nos ha olvidado que se llegó a comprar Spanair con dinero público, trasladando su sede operacional a Barcelona, para terminar de quebrarla al poco tiempo? (luego critican algunos las maneras madrileñas…)

Esa falta de interés en la complementariedad con sus vecinos, esa pretensión centenaria de querer quedártelo todo, es precisamente a lo que me refiero cuando hablo de un ensimismamiento. “Los catalanes hacen cosas” sí, pero da la sensación de que piensan únicamente en sí mismos. Y esta es una fuente de escepticismo generalizado y constante hacia su sistema y sus élites.

Además, a diferencia de Madrid, Barcelona no ha encontrado un equilibrio lingüístico que le permita aprovechar todas las ventajas económicas y vientos de cola que supone el castellano como lengua global.

Este artículo no pretende entrar a valorar el porqué de un tema tan complejo, pero la realidad es que cada vez resulta un lugar más antipático en ese sentido y desgraciadamente también en otros.

Antes del verano, un diplomático de uno de los tres países más importantes de Europa me comentaba en una visita a su embajada que el consulado de Barcelona era el que más robos de pasaportes reportaba en todo el mundo.

Es decir, que a la inseguridad jurídica y el exceso regulatorio asfixiante (en 2024 Catalunya aprobó 50 leyes frente a las 7 de Madrid), se le junta la inseguridad real.

Y volviendo a su élite, es mucho más hermética y provoca mucha más endogamia en los relevos generacionales de puestos importantes que las de otros lugares cuyas economías están en ascenso.

De hecho, valga otra anécdota personal, hace poco un gestor de cuentas de banca privada me hizo el siguiente comentario: “mis clientes de Barcelona son empresas muy importantes, pero cuando voy me encuentro con que sus financieros tienen un nivel mucho más bajo que el de los catalanes que hay en Madrid”.

Y es que en Barcelona los apellidos pesan mucho. Demasiado. Esto lo explicó en su informe “Reversal of economic fortunes: Institutions and the changing ascendancy of Barcelona and Madrid as economic hubs” en 2020 el catedrático de la London School of Economics Andrés Rodriguez-Pose, que además alertaba de que “Barcelona podría convertirse en la Birmingham de España”.

“Necesitamos que su sistema no sea visto como un rival de suma cero en Zaragoza, Valencia, Palma, Málaga, Madrid”

La entrada anterior terminaba con la siguiente pregunta: “¿Qué tiene Barcelona que proponer y aportar a (…) Zaragoza, Valencia o Palma? ¿Y a Málaga, Bilbao o… Madrid?

Estas son las preguntas que se esconden detrás de la gran cuestión a resolver: Qué somos y qué queremos ser. Contestar esas preguntas no es sencillo, pero es necesario.”  Pues bien, creo que antes de ponerse a elaborar el menú de lo que se puede ofrecer, merece la pena pararse a reflexionar acerca de las capacidades del “restaurante”. Es decir, hacer un pequeño diagnóstico sobre dónde está Barcelona.

 

Yo pienso que no se trata de volver a ser más trumpistas que Trump, sino de entender que necesitamos masa crítica para sobrevivir en un mundo que ya es trumpista.

Hay que ser serios y espabilar.

Esa masa te la da el conectarse bien con el resto de España, porque la Singapur del Mediterráneo tiene sentido en un estrecho como el de Malacca ¿O en Gibraltar quizás? Pero no tiene ningún sentido rodeada de países como Francia o Italia, con puertos e industrias de mayor tamaño y con un gran potencial de que sus gobernantes aumenten sus tendencias lepenistas.

Toca huir de los proyectos que aspiran al ensimismamiento. A “ir por libre por ahí” —como dijo Maragall de Madrid—. En definitiva, a volver a caer en la trampa de Ícaro en la que tantas veces han caído quienes persisten en la ensoñación de que todo lo que tienen se lo deben a sí mismos. 

 

“Ustedes hacen cosas, pero tenemos que empezar a saber que es lo que hacen y cómo esas cosas nos benefician”

Falta definir las líneas maestras, los objetivos estratégicos de la transformación que vive Barcelona. ¿Hacia dónde va?

Para ello hay que empezar por saber “qué somos y qué queremos ser”. Y, aunque le pique o le joda a más de uno, casi por imposición esas líneas maestras obligan a mirar de nuevo, y de forma constructiva, hacia el sur de los Pirineos y del Ebro.

Porque con 170 mil millones de euros de PIB, la región metropolitana de Barcelona está muy por detrás de los 300 mil millones de la región metropolitana de Madrid o de los 400 mil de Milán y por supuesto de los 800 mil de París.

Barcelona necesita encontrar un proyecto que la reconecte con el resto de España, generar intereses conjuntos que aporten energía y riqueza al resto de ciudades y que estas le aporten energía a sí misma.

Y en el resto de España necesitamos a Barcelona. Ustedes hacen cosas, pero tenemos que empezar a saber que es lo que hacen y cómo esas cosas nos benefician.

Necesitamos que su sistema no sea visto como un rival de suma cero en Zaragoza, Valencia, Palma, Málaga, Madrid. Sino que, como en la Liga, busquemos la manera de crear una competición de suma positiva. Que haga crecer la tarta de todos. Y que Barcelona DF sea, junto a Madrid DF, la otra cara de la moneda de nuestra prosperidad.

 

Fernando Caballero

 

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