Un Rey no rinde cuentas
Una
oleada de académicos expertos en vislumbrar el progreso nos informa de la
futilidad de la República, así como de los riesgos que entraña.
Sus
argumentos científicos tienen la pretensión de que el debate sobre la sucesión dinástica
se descarte por intranscendente y quede relegado a ambientes marginales
repletos de freaks indignados.
Sorprende
este comportamiento, porque, hasta la victoria de Franco en la Guerra Civil, la
gran lucha política fue república frente monarquía; es decir, democracia contra
despotismo.
La
monarquía representa el principio de autoridad externo a la comunidad política
que limita su soberanía.
La
monarquía es el Estado, por eso, es el símbolo máximo del poder de coacción de
las instituciones sobre la población, sobre sus súbditos.
El
rey es una figura paterna que tutela nuestra libertad política y ese es su
significado.
En
consecuencia, es inviolable, es inmune a cualquier acción legislativa o
judicial: disfruta de total impunidad, porque el poder, si está limitado y
sometido a control, deja realmente de ser poder.
Este
principio de autoridad se combina en nuestro ordenamiento jurídico con el
principio democrático de Voluntad General expresada mediante nuestros
representantes en el parlamento, pero se trata de un equilibrio imposible y
conflictivo desde hace más de dos siglos.
Es
más, jamás se solucionará tal conflicto, porque es irresoluble: si el principio
de autoridad prevalece la comunidad política siempre estará limitada por un
marco institucional rígido que protege a sus responsables de la fiscalización
ciudadana.
Por
el contrario, si el principio democrático se impone no puede existir una figura
externa que fije los límites de la soberanía.
Esto
significa que el legislativo, la sede de la soberanía popular, adquiere la
primacía y termina por domesticar al poder judicial que pierde su teórica
independencia.
Este
es el miedo a la democracia que mueve a tantos académicos que defienden la
monarquía: sin rey caeríamos en el populismo, en el presidencialismo, en el
totalitarismo, en el chavismo… en definitiva, que legalmente seríamos mayores
de edad pero, por nuestra inmadurez mental, nos dejaríamos arrastrar por
el primer demagogo que saliese por la tele (las personas que usan estos argumentos
suelen pensar que son más listos que el resto de mortales).
Por
lo tanto, las personas que defienden la monarquía no son demócratas: pueden ser
liberales (que es completamente legítimo), pueden ser partidarios de una amplia
participación política, del sufragio universal, pero, después de todo, creen
que no todos somos iguales.
Perdón,
creen que es imposible que todos podamos ser iguales, porque siempre existirán
elites que gobiernen el mundo y, en todo caso, sólo se trata de escoger a las
mejores elites posibles, a las más competentes y bienintencionadas.
Cómo
lograr que esas elites gobiernen por el bien de todos y no por el suyo
particular es la cuestión que les alienta a escribir muchos artículos llenos de
estadísticas, aunque todavía no han encontrado la respuesta.
Eso
sí, ni la democracia ni la republica pueden ser jamás la solución, porque, por
si no lo sabían, sólo podemos jugar a la política cuando los mayores nos
vigilan.
Sin
embargo, el problema fundamental de España sí es la monarquía.
La
monarquía es ese espacio de poder libre de toda crítica, fuera de todo control
y, por esa razón, todos nuestros políticos y empresarios han querido cobijarse
cerca de su sombra.
Todos
saben que cuánto más cerca del rey más segura es su posición y mayor su influencia.
De
hecho, el problema de falta de independencia y madurez de nuestra opinión
pública está relacionado con ese papel tutelar que ejercía la monarquía, de
esos tabúes que han impedido escribir y discutir durante muchos años de muchos
temas porque estaban reservados al entendimiento de los privilegiados.
Sufrimos
una opinión pública minorizada, en auténtica minoría de edad, por ese
paternalismo institucional de nuestro sistema político.
Ese
paternalismo ilustrado de las personas capaces y serias que sí saben entender
esto, que sí saben cómo funciona esto y que son imprescindibles.
Son
ellos o el caos, porque si deseamos alcanzar la mayoría de edad, librarnos de
su tutela, nos terminaremos quemando con el populismo o, peor aún, con la
Guerra Civil.
Todo
el imaginario político construido por el desarrollismo franquista para
pavimentar la transición surge de golpe cuando hablamos de república.
Ha
sido un gran relato, pero se desmorona.
No
éramos una democracia 2.0 a prueba de idiotas, era la Restauración de siempre
con su caciquismo y oligarquía.
Se
intentarán estrechar los márgenes de discusión en nuestra opinión pública, los
mensajes del régimen cada vez más desconectados de la realidad se repetirán
machaconamente e intentarán convencernos que debemos darles gracias.
Es
posible que la generación que pasó de una dictadura a un sistema parlamentario
pueda dar las gracias, pero el resto no sabemos muy bien qué diablos debemos
agradecerles.
Ellos
piensan que el problema es Twitter, pero falla la monarquía y todo lo que
representa.
En
un sistema democrático, la Jefatura del Estado debería estar sometida a
controles, pero, como esta providencial abdicación ha visualizado con meridiana
claridad, una vez entronicen a Felipe VI no habrá posibilidad alguna de crear
mecanismos de control sobre la Jefatura del Estado.
Si
el rey no debe responder de sus actos, por qué deben responder sus familiares,
por qué deben responder sus amigos, por qué deben responder los políticos que
lo sustentan, por qué deben responder los militantes de los partidos que lo
sustentan…
Sí,
el problema es la monarquía.
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