Diálogo y dignidad
No hubo violencia cataclísmica como predecía la derecha para el 21
de diciembre.
En cambio se abrió un diálogo entre el presidente del Gobierno
español y el presidente de la Generalitat, aunque los términos de ese diálogo
están rodeados de confusión y desconfianza.
Pero el diálogo es fundamental para encontrar un espacio de
convivencia sin el cual ni Catalunya ni España podrán vivir sin sobresaltos.
Ahora bien, también se comprobó que el diálogo es una condición
necesaria pero no suficiente. Porque no vale cualquier solución. No valen
acuerdos que no respeten la dignidad de Catalunya como nación y de una parte
mayoritaria de su ciudadanía.
Recordemos que en la base del conflicto hay una humillación
sentida por millones de catalanes tras años de decepción, manipulación e
imposición por parte del Gobierno español.
Me consta personalmente la sinceridad de Pedro Sánchez en su
empeño. Y su habilidad y determinación para superar la violenta oposición de
una derecha cerril, que ahora ya incluye a Ciudadanos junto al neofranquismo de
Vox, dispuesta a recentralizar España.
Pero su tarea es aún más difícil porque no bastarán
transferencias, mejoras de infraestructura o blindaje de competencias, por
ejemplo en materia de enseñanza. Hará falta un reconocimiento formal (pero ¿de
qué forma?) de la identidad nacional catalana.
Se han iniciado gestos simbólicos en esa dirección, tales como el
reconocimiento a Tarradellas y la condena del pseudojuicio y asesinato de
Companys. Pero el resquemor creado por la represión histórica del Estado
español es demasiado profundo para que calen estos gestos.
Tiene razón Sánchez al decir que se tardará años en construir una
nueva relación entre las dos naciones, de modo que emerja ese Estado
plurinacional que corresponde a nuestro recorrido histórico.
Y en ese tiempo, en ese necesariamente largo recorrido, pueden
producirse obstáculos insalvables. El más inmediato, que la derecha
reconstruida por Aznar gane una mayoría parlamentaria.
Si eso sucediera, podemos estar seguros de la aplicación inmediata
y permanente del 155, con cancelación de la autonomía (no sólo de Catalunya) y
la ocupación para-militar del territorio catalán.
Claro que el pacifismo profundo del independentismo (desobediencia
civil no es violencia excepto en las mentes ideologizadas de algunos jueces)
evita y evitará la confrontación armada.
Pero la nueva imposición del autoritarismo del Estado español
destruiría la convivencia. Por eso no hay otra que dialogar hasta encontrar un
encaje entre los múltiples imperativos de una nueva institucionalidad.
Y para dar tiempo a ese diálogo tiene que haber una alianza táctica
entre independentismo catalán y reformismo español para evitar un gobierno de
la derecha nacionalista española.
Que pasa, por ejemplo, por la aprobación de presupuestos
negociados y por una moderación en la expresión de las divergencias que existen
y existirán entre los dos proyectos.
En un contexto dramático del surgimiento de una derecha extremista
en Europa, la cooperación democrática entre España y Catalunya es la primera
exigencia para detener nuestra auto-destrucción.
Claro que el independentismo se niega a
renunciar a ahora a la república catalana, cuando la idea se ha arraigado en
millones de personas. Y como mínimo exigen votar.
Y es que el derecho a decidir es la opción ampliamente mayoritaria
en Catalunya, a diferencia de la independencia, que divide a la ciudadanía.
Pero ese referéndum a la escocesa no tiene, y difícilmente tendrá, un consenso
mínimo en la población española para su celebración.
Por lo que el bloqueo de las partes en litigio puede conducir a un
diálogo estéril.
Ahora bien, ¿es realmente una quimera llegar a ese referéndum y, a
través de él, a una solución de independencia confederada?
Desde hace tiempo he venido recordando las experiencias históricas
de reconfiguración de las instituciones del Estado nación, disociando el Estado
de la nación.
Tal y como ocurrió no sólo en el proceso traumático de los
Balcanes en los años noventa, sino en el ejemplar divorcio mediante el cual se
produjo la separación entre Suecia y Noruega a principios del siglo XX.
Y afirmé, y sigo afirmando, que en una perspectiva histórica nada
detiene la constitución de una nación cuando la inmensa mayoría de la
ciudadanía está determinada a construir un nuevo Estado concorde con su
identidad.
Pero ahí esta el quid de la cuestión.
No hay esa gran mayoría en la ciudadanía catalana. Y ni siquiera
está claro que haya una mayoría, a tenor del voto en las últimas elecciones
catalanas.
El obstáculo esencial para la independencia no es el Estado
español sino la división entre catalanes. Por eso no hay apoyo de la Unión
Europea al proyecto independentista.
Quienes quieran transformar el sueño en realidad histórica tienen
que aceptar la lentitud e incertidumbre de la construcción de la hegemonía
nacionalista en una mayoría significativa de la población. Lo cual requiere no
sólo diálogo, sino tiempo y etapas institucionales intermedias.
Mientras que desde la perspectiva española, a menos de instalarse
en la insostenible militarización de Catalunya (que, eso sí, sería inaceptable
en Europa), el mantenimiento de la unidad del Estado en la diversidad y la
dignidad sólo sería posible aceptando el desafío y conquistando la hegemonía
del proyecto de una España multinacional en el corazón y las mentes de la
población de Catalunya.
Ese es el desafío que ambos tienen: debatir democráticamente con
la ciudadanía e ir traduciendo los resultados de ese debate en cambios
institucionales que podrían llegar a un Estado confederal español o a una
república catalana pactada, según como se den las cosas.
Lo cual requiere tiempo, diálogo,
inteligencia y tolerancia.
¿Un sueño ingenuo?
Prefiero pensar que es una expresión obligada de seny y sensatez.
Porque la alternativa es un conflicto permanente que podría degenerar en
violencia y en todo caso pudriría nuestras vidas.
Manuel Castells
Comentarios
Publicar un comentario